Por José Martínez Rubio
(Profesor de Literatura en la Universitat de València)
Un hombre que fantasea con descubrir a un mafioso para proteger a su mujer del miedo que le provoca un señor misterioso. Otro que espía a su propia mujer hasta descubrir su infidelidad y, lo que es peor, la felicidad que siente estando alejada del matrimonio. Alguien que piensa en un urinario en el funeral de su amigo. Un escritor en crisis al que la empleada doméstica desprecia por no saber escribir lo que ella sí escribiría. Una mujer que duda ante la catástrofe si es mejor salvar a su gato o a un cuadro de Rembrandt. Un personaje que se encarna en Bill Murray y que logra seducir a una joven bellísima, acostarse con ella, despertarse con ella un día, dos días, tres, y que acaba sustituyendo el éxtasis por la inquietud…
Los cuentos de Rafael Camarasa en El día que fui Bill Murray (Contrabando, 2021) arrastran al lector de historia en historia, de espacio en espacio, de soledad en soledad. Con Camarasa uno se sumerge en el fondo del océano para explorar los pensamientos de las anchoas, se tambalea preso de la ebriedad en el baño de un antro donde accede a colocarle la polla a Serge Gainsbourg dentro del pantalón, se bambolea con la gracia de un bumerán australiano, se topa con Adán y con Eva comprando en un supermercado, seducidos por la brillante reverberación de una serpiente en una televisión de alta definición. Con Camarasa uno transita del humor al estupor, de la sorpresa a la inquietud, de la confusión a la tristeza.
Ante todo a un escritor, y más a un escritor de cuentos, a un cuentista, se le debe exigir imaginación. Y debemos agradecerla cuando en un volumen encontramos tanta disparidad de historias, tantos registros, escenarios y personajes. Los artificios son múltiples, variados: el juego con los puntos de vista, los giros a partir de las expectativas del lector, la iluminación de los finales, el humor, la risa, la emoción, la ternura. Rafael Camarasa completa una trilogía de cuentos, tras Feos (2009) y Lo normal (2017), con el El día que fui Bill Murray (2021) y aunque afirme que con ello se retira de la narrativa para continuar con su escritura poética (Cromos, El sitio justo o Sin noticias de Liliput), uno quiere pensar que esa retirada la expresa un personaje estupefacto como los que viven en sus relatos, que no cumplirá con una palabra liberadora y seguirá condenado a una escritura luminosa.
Los
cuentos de Rafael Camarasa se nutren de una gran imaginación para hablar, en el
fondo, de una misma cosa: la soledad. Ya podemos sonreírnos ante la recreación
de los capítulos inventados de Friends, los amores y escarceos en el
parque temático del pato Donald, Mickey Mouse o Cenicienta o una tribu de
cromañones fundando la primera comunidad de vecinos, que en el fondo de la
historia subyace un regusto amargo. La soledad de cada personaje. La complicidad
del lector con esa soledad, el único capaz de completar el sentido a toda la
historia. Rafael Camarasa y José Martínez Rubio
Los cuentos de Rafael Camarasa se sustentan precisamente sobre esa imaginación, pero sin prescindir de un trabajo consciente de escritura. Ello le permite también fabular sobre las posibilidades del lenguaje e incluso la pérdida de las palabras a medida que perdemos a las personas que nos las enseñaron (la vida es ir llenándose de ausencias), reformular palimpsestos, redefinir personajes populares, explicar la elipsis a partir de un niño que se esconde tras una cortina y cuando sale es un adulto al que le pregunta el agente inmobiliario por cuánto vende la casa.
En estos cuentos hay tanta soledad, tanta ternura y tanta carcajada como payasos integran un ejército. Porque el humor en Camarasa también es una trampa, la forma que reviste con amabilidad la crudeza del mundo. Lo atestigua el silencio de Bill Murray en la megalópolis de Tokio o en la habitación de un hotel despertando extrañado ante una belleza que ya no comprende.
(Esta
reseña se publicará próximamente en el n.º 100 de la revista Barcarola)
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