Alejandro Espinosa Fuentes
MADRID PORTÁTIL, es un relato del escritor mejicano Alejandro Espinosa Fuentes publicado en Luvina 89 (revista literaria de la Universidad de Guadalajara de noviembre 2017). Este número lleva por título "Madrid, Madrid, Madrid" y en él participan con sus textos numerosos autores de reconocido prestigio con ocasión de la FIL de Guadalajara, que ha tenido a la capital de España como invitada especial.
La ciudad me mira de vuelta. Nada me dicen del amor las calles. Una brújula de lluvia me indica
adónde deben ir mis pasos.
Crezco. Como un instante de intriga, mi cuerpo crece de dolor y sospechas. Madrid me lee al recorrerla, se sabe de memoria
mi insignificancia y, aun así, lee mi pasos, cada uno como si fuera un verso.
¿Quién me busca estando en mí?, me preguntan el verde menta y el azul índigo de la añoranza.
Mi hostal, al que ahora llamo casa, tiene una fachada
reluciente de ladrillos anaranjados. Si vivo en una escenografía de ayeres es
porque el detalle más banal me devuelve al recuerdo.
Colores como inútiles adjetivos y una nube de errores que
ensombrece el río Manzanares. La montaña boscosa dirige mis ojos a un letrero
al
que ya estoy acostumbrado. Bienvenidos a la Ciudad de México. Siempre vuelvo a la Ciudad de
México. Letras navideñas y un suspiro que alivia el miedo a morirme en un país
sin caos.
Conduzco recordando viejas
lágrimas. No me dejo importunar por el automóvil deportivo que me pisa los
talones, o bien, los neumáticos. Comienzan las curvas peligrosas de la
carretera a Cuernavaca. Veo el primer horizonte de casas a medio construir, el
obelisco de la Escuela Militar y el logotipo angustiante de Petróleos
Mexicanos. Acelero y sustituyo, ayudado por mi
miopía, las nubes contaminadas que se extienden a lo largo del valle por las nubes
con forma de fruta que señalé en Madrid.
No hablo el idioma de Odiseo y tengo miedo a improvisar en vano. En la caseta
saco el brazo por la ventanilla
y ofrezco un billete
de diez euros. Un hombre parecido a mí me devuelve veintiocho pesos de cambio. Me
detengo en la intersección
de Avenida Insurgentes y Tlalpan y saco
el mapa para averiguar cómo llegaré al barrio de La
Latina.
En el mapa, al abstraerme,
encuentro el rostro de
ella. Arrugo sus ojos al apretar el plano
entre mis dedos, lo compacto con el propósito de devorarlo,
pero apenas me cabe en la boca. Mastico el mapa y respiro con dificultades. Enciendo el motor
otra vez y vuelvo a casa.
Pero casa es una palabra
mutilada por la costumbre,
una cortesía insincera, como gracias, por favor, perdón, disculpe, salud, de nada, ¿cómo estás?, te quiero.
Dos años antes, casa era una habitación que compartía con otras once personas y con ella. Dormíamos en un mismo colchón
individual y el otro lo usábamos para ver maratones de cine
mudo. En un colchón soñábamos
y en el otro nos entreteníamos. Hacíamos el amor en los baños, a las cuatro de
la mañana, en las cabinas de
la ducha. También lo hacíamos en
la cocina, sobre todo en temporada
baja, cuando en el hostal sólo había dos
empleados y algún viejo nórdico que había tomado la irreversible decisión de
morirse de poesía en Madrid.
En la cocina, el amor, lo hacíamos de pie. Nos duchábamos
e íbamos a la cama. Dormíamos abrazados. Las noches,
además de oníricas, eran
bélicas porque yo roncaba.
Ella me golpeaba las costillas hasta que me daba la vuelta. Era tan pequeña, tan infantil, la
cama. Y recuerdo cuando una mañana de marzo me dijo, o no sé si me lo dijo o
sólo me mostró, o hizo ambas cosas, pero es que recuerdo el gesto acompañado
por su voz, cuando elevó a la altura de sus labios, como si se tratara de un mechero, la
prueba de embarazo, y me dijo, o yo pensé que me dijo que la prueba era
positiva. En mi rostro, aunque no creí que eso fuera a pasar, se dibujó una
sonrisa.
Conduzco de manera
robótica e ignoro el
nombre de las calles, pero me reconozco en
ellas hace muchos años. La intuición
es una estrella titilante
entre las sombras de mi memoria mexicana. La Cuesta de SanVicente
reemplaza la avenida caótica en la que conduzco.
Todo destino al
que me dirija será una geografía
sonámbula, con excepción de
este Madrid portátil que, más que ciudad, es
el discurso que me mantiene vivo.
Dos hombres venden bolsos de
piel por diez euros. Los dos son de Marruecos y hablan mexicano. Me detengo
frente a la casa en la que nací,
crecí y vi el mundo
transformarse, y no me atrevo a entrar
porque
en el jardín me encuentro a un niño que juega a señalar el cielo.
Vuelven, como un
calambre, las preguntas que le hice poco antes de que nos anunciaran que el
niño se había estrangulado con el cordón umbilical. En nuestra casa de adultos,
en el suburbio de Parla, le pregunté
si soñaban. Le dije: ¿Los embriones sueñan? Y de ser así, ¿sus sueños se combinan con
los sueños de la madre? O, más bien le dije: ¿Puede la madre saber, sea dormida
o despierta, aquello que sueña
la criatura que le crece en el vientre?
Alejandro Espinosa en la FIL |
Ella me dio un beso para
cerrarme la boca y me contó
que sus sueños, en
vez de duplicarse o lo que fuera, habían perdido el brillo.
Sueño en escala de
grises, me dijo. Me imaginé
que el niño se estaba
robando los colores y quería
jugar a iluminar las sombras
de una memoria que no era suya. También
este niño, el de la casa
mexicana, quiere jugar a los recuerdos, o yo quiero jugar a los recuerdos
y el niño será mi primera víctima.
Me fatiga pensar en la energía
que desperdicié imaginando un futuro que no habría de suceder. ¿Qué hago
ahora?, pensé sin dejar de abrazar su cuerpo desposeído. No hay niño, no hay nada y Madrid es la última mentira que me queda. Y es que a veces, sólo a veces, me gustaría
mirar por la ventana y no ver el río Manzanares ni las terrazas ni,
a lo lejos, la silueta del
Palacio Real.
Me gustaría buscarme a mí
mismo, llamar mi atención y que,
en el mismo instante en que las
miradas, la mía y la de ese yo que no existe, convergieran, éste, que no soy yo pero cuya voz pronuncian
mis labios, se mudara
de mí y de la única ciudad donde las cosas pudieron tener sentido l