Manuel Turégano
Llegué a Rey Rosa –como tantos otros– a través de esas dos pequeñas
rendijas que Bolaño dejó abiertas en aquel libro póstumo y canónico de “no
ficciones” que Ignacio Echevarría tejió bajo el enigmático título de Entre
paréntesis. Allí estaban esas dos minúsculas reseñas que lo dicen casi todo
sobre Rey Rosa. Al menos, todo lo que la mayoría ignorábamos en España, por
nuestra tradicional desidia olímpica. Leí decenas de veces esas dos reseñas
(“El estilete de Rodrigo Rey Rosa” y “Rodrigo Rey Rosa en Mali, creo”),
interrogándome siempre sobre si creer o no lo que allí decía Bolaño, o si
tomármelo simplemente como una muestra de entusiasmo subjetivo, típica del
reseñista que se deja llevar por un afán no siempre confesable. Pero conforme
Bolaño me convencía más y más de su propia grandeza, aumentaba también mi
disposición a creerle y a confiar en sus intensas filias y fobias literarias,
en el nuevo y revolucionario “canon” de la literatura hispanoamericana que él
dibujaba con sus clásicos tonos vivos e impetuosos, con su apasionamiento
incontenible. ¿Cómo obviar entonces a un autor del que Bolaño aseguraba que era
“un maestro consumado del cuento”? ¿A un escritor al que describía como “el más
riguroso y transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso” de
toda su generación? Comenzó entonces para mí un peregrinaje (sobre todo a
Madrid y Barcelona) para tratar de hacerme con los textos de un autor que hace
diez años, sin ir más lejos, sólo podía encontrarse en algunas de las más
selectas y bien nutridas librerías de nuestro país, en pequeños tomitos
escuálidos y solitarios, que uno descubría como si fueran fragmentos de tesoros
perdidos o fósiles abandonados por el tiempo. Con no poco esfuerzo y dedicación
me hice así con media docena de “reyrosas”, a los que interrogué imperiosamente
con la demanda de que cumplieran aquello que Bolaño había prometido: “Leerlo
–decía el chileno– es aprender a escribir y también es una invitación al puro
placer de dejarse arrastrar por historias siniestras o fantásticas”.
Comenzó así para mí una singladura literaria que me ha llevado a ir
descubriendo paso a paso, y con creciente deleite, las múltiples geografías de
un autor que ha recorrido –y recogido el temblor de– al menos cuatro
continentes; y no precisamente como turista. Nacido en Guatemala en 1958, Rey
Rosa tras terminar sus estudios viajó con su familia por Europa y luego marchó
a Nueva York, ciudad en la que ha vivido en distintas épocas. Desde allí se
trasladó a Tánger (Marruecos), donde asistió al taller de Paul Bowles –al que
acabó traduciendo algunos de sus cuentos al español, mientras el maestro
traducía los suyos al inglés–. Ha viajado por la India y también a Mali, a
veces en compañía de su amigo Miquel Barceló. A partir de 1996, cuando se
firmaron los tratados de paz en Guatemala (tras un genocidio y una guerra civil
de casi cuarenta años) Rey Rosa regresó de forma más estable a Guatemala, donde
se ha convertido en un relevante e incómodo testigo del pasado y del presente
de un país que todavía figura entre los cinco con más muertes violentas del
mundo, y desde donde sigue viajando por todo el mundo (en España, por suerte,
ahora lo vemos con cierta frecuencia, y sus libros ya no viven una incómoda
clandestinidad), siempre con esa mirada de frío acero, y de lejana y cálida
ternura, que alimentan su única arma (ofensiva y defensiva): la escritura. Una
escritura que aúna esa peculiar mezcla de concisión y elegancia que hacen de
ella una prosa única, una delicia para el lector; de ese lector, eso sí, que no
necesita que le pongan todas las vísceras encima de la mesa para saber que el
crimen ha sido atroz. Nadie como Rey Rosa busca tan sabiamente la complicidad
de un lector inteligente.
Lo que Rey Rosa nos propone con este libro es una visión diferente
de las mismas geografías que han alimentado siempre sus libros de ficción. La
visión distinta que provoca, lógicamente, moverse en el terreno de la “no
ficción”. Los dieciséis textos que integran este libro son artículos de prensa,
reportajes, pequeños ensayos, crónicas y, en general, un material propio de
periódicos y revistas, donde todos ellos ya han sido publicados. Ahora,
reunidos, pierden su natural dispersión y ganan esa dimensión nueva que el
libro otorga por su propia naturaleza. No están aquí todas sus geografías, pero
sí las suficientes como para hacernos una precisa idea del devenir de Rey Rosa,
de sus intereses vitales, de la dirección que toma su mirada. Y de su fidelidad
a una manera de escribir que, en lo esencial, difiere muy poco de su “prosa
literaria”: el rigor, la precisión, la economía de medios, la elegancia y un
frío y luminoso fulgor (¿tal vez el extraño brillo de la verdad?) refulgen en
estos textos con la misma intensidad que lo hacen en sus obras de ficción. La
prosa “metódica y sabia” de la que hablaba Bolaño se reafirma aún más en estos
textos de “no ficción”, donde Rey Rosa tampoco desdeña “el uso del látigo –o
mejor dicho, el chásquido lejano de un látigo que jamás vemos”. Eso sí,
argumentando con el puro peso de los hechos y la lógica, revelando sin
necesidad de sobreexponer, evitando en todo momento los excesos del énfasis o
la retórica. Metódica y sabia. Metódica y sabia. Así es su prosa de no ficción.
A través de estos textos el lector recorre distintos parajes:
asistimos al encuentro con Bowles en Tánger, viajamos a Mali, recorremos las
bibliotecas colombianas, vemos al autor ejercer de ensayista, visitamos las
minas de oro centroamericanas y, sobre todo, seguimos los pasos del Rey Rosa
más valiente tratando de hacer prevalecer la verdad en un país –Guatemala–
donde la violencia, la corrupción y la mentira han llegado a ser la médula
misma, el tuétano infecto de la nación. Rey Rosa mira la violencia, la
brutalidad guatemalteca, como un caso singular e íntimamente doloroso, pero
extiende su reflexión más allá: estamos ante textos que desbordan fronteras,
que nos acompañan hasta los límites mismos del horror, para que no sigamos
apartando la mirada, para que las víctimas no tengan que soportar también el
oprobio del silencio, tan confortable para el que halla el estúpido consuelo de
que “eso son cosas de allá”. La voluntad de Rey Rosa –que se hace tan patente y
precisa en un texto novelesco como El material humano (Anagrama, 2009), donde
mezcla la autobiografía, el diario, los apuntes, las citas, la historia y la
ficción–, es la misma que anima los textos de no ficción que contiene este
libro, y que nos revelan a un escritor que huye del tremendismo, que se niega a
ser un mero relator de carnicerías sangrientas; más bien un escritor sutil,
conciso y elegante, con una extraordinaria capacidad de sugerencia y una mirada
oblicua, para el que la ambigüedad e incluso el silencio pueden ser más que
elocuentes, siempre y cuando la verdad quede al alcance del lector. Recordando
una vez más a Bolaño, diremos que, en efecto, “su elegancia nunca va en
demérito de su precisión”.
Los límites entre ficción y no ficcion, o entre ficción y realidad,
son el debate mayor de la literatura de nuestro tiempo. Los textos de este
libro se definen nítidamente a un lado de la trinchera. Pero yo invito al
lector a que abandone prejuicios y los lea también como un capítulo más de ese
fructífero debate, de esa constante mutación de límites, en breve, como
“literatura de no ficción”: la obra de no ficción de uno de los escritores
mayores de la literatura en lengua española de nuestros días.
(Prólogo para el libro La cola del dragón, No ficciones de Rodrigo Rey Rosa, Ediciones Contrabando).