Texto para la presentación de "Naturaleza muerta"(Ediciones Contrabando, 2019) de Juan Bravo Castillo, en la librería Popular Libros el 5 de abril de 2019.
Por José Manuel Martínez Cano, poeta y codirector de la revista Barcarola.
“De repente, hasta los detalles más nimios y aparentemente
insustanciales han adquirido densidad y vida propia”, escribe Juan Bravo
Castillo, autor de Naturaleza muerta
((Edic. Contrabando) en algún momento de la novela, que como si de una obra
pictórica se tratase ha dispuesto, sobre la superficie del tiempo, a modo de
lienzo ilusorio de la realidad, sucesos, lugares, personas…, que se incrustan
con toda su gama de matices y carga emocional, en un catálogo de imágenes como
reflejo de un mundo complejo y sutil, el del autor, que obtiene argumentación
literaria en esa nimiedad vaga e
imprecisa que nos produce el cotidiano vivir y observar, convirtiendo la
memoria en un diario de la inmediatez. En Naturaleza muerta se funden
diversos géneros y tonos que pertenecen a tradiciones literarias
diferentes, que reformulan en un flujo de conciencia reflexiones sobre la
naturaleza humana, en claroscuro, que como en la caverna platónica sus sombras
generan “otros mundos, pero que están en
éste” (P.Éluard). Es en el ámbito de la
docencia universitaria donde discurre el primer plano de esta novela, -o la
primera capa de la cebolla, como diría GünterGrass- , desencadenando este epifánico monólogo, del que el autor no
sólo es sujeto por su condición de catedrático , sino también
objeto argumental que convierte el yo vivido, gracias a una rica y
nítida prosa, en la esencia literaria que en grandes dosis destila esta novela,
a veces autoficción, a veces juego de espejos donde se proyectan tanto la
tradición cervantina como la invención transgresora cortazariana – La vuelta al día en ochenta mundos-. Pues
todo sucede en un día, donde se dan los fenómenos de la memoria y de la
escritura, que, anclados en el presente, fluyen de manera “independiente e
inseparable”, reconstruyendo el mundo de ese profesor universitario narrador de
la novela, como si de un viaje en el tiempo se tratase. El autor enfatiza
al comienzo del libro que “uno vive la
literatura con tal intensidad que no puede desprenderse de tanto tópico”. Así,
coexisten en este bello discurrir tanto Joyce como Proust, Sterne como Rabelais
o el cercano Miguel Espinosa, pues en Naturaleza muerta el lector es cómplice de un fascinante cuadro
donde se despliega tanto metaliteratura como vivencias, pues Bravo Castillo,
con profundidad en su decir, se apropia
de estos versos de Jorge Guillén: “La realidad me inventa / Soy su leyenda”.
Así pues, en Naturaleza muerta asistimos a un sólido andamiaje literario, razón por la cual debería interesarnos tanto la realidad de los hechos narrados como su elaboración mediante un uso activo y reflejo, consciente, sincero e inmediato de la memoria por parte del YO narrador, a través de “esa corriente de conciencia”que se convierte en un relato lleno de pasajes que conectan historias, en un microcosmos - en este caso la Universidad de Castilla La Mancha en su extenso campus- que adquiere visos de generalidad por lo refractario de los acontecimientos que suceden y los personajes que se encadenan magistralmente al relato, donde la hipérbole se usa como ingrediente humorístico al que se suma lo hilarante en las escenas protagonizadas por esos figurantes que muy bien podrían haber salido de un nuevo Retablo de las Maravillas. Como se dijo el hilo argumental es muy concreto, se trata de la cotidiana jornada laboral de un Catedrático universitario, que la inicia muy de mañana y la termina al declinar la tarde. Una odisea doméstica al igual que la que emprende el antihéroe Joyciano, Leopold Bloom, en el Ulises, a veces, como en un flash back cinematográfico que produce el efecto óptico de plasmar un mundo hermético y kafkiano donde los dramatispersonae, o actores, personajes o personajillos…, deambulan, inmersos en sus historias y anécdotas , en un friso tragicómico/ esperpéntico/ humor negro y coral pues, tanto rectores como decanos, profesores o estudiantes, habitan como figura de papel en ese espacio pictórico que el autor ha recreado como una reflexión sentimental e insumisa, pues una apasionada lectura de Naturaleza muerta debería hacernos reflexionar acerca de la falacia de ciertos arquetipos humanos. Juan Bravo no salda cuentas con nadie, sino que, como diría nuestro amigo Santos Sanz Villanueva, “el realismo ambiental se completa además con datos veristas contrastados “y, yo añado, con guiños a ese monumento novelesco que es El Quijote, como cuando en la página 147 , igual que en escrutinio cervantino, se encuentra un libro de Juan Bravo o la bella y exótica descripción de Tahití, a modo de relato dentro del relato, como sucediera con El curioso impertinente, o La leyenda del cautivo. Sin duda recursos, que Juan Bravo por su condición de Catedrático de literatura conoce a fondo y que suman en pro de una novela llena de sabiduría, pasión y sencillez. Una obra abierta, y en la línea de lo autobiográfico, pero dentro de la idea de Barral, que compartía con Juan Benet, de que sólo una autobiografía podría salvarse si alcanzaba la dignidad de la ficción, es decir, si se trataba la escritura con el mismo primor que uno pondría en una novela. En suma, se trata de una digresión satírica, y a veces corrosiva, de nuestro entorno, en este caso focalizado en la docencia y su desencantada utopía, con el propósito de hacernos ver que nuestra mirada sobre el mundo ya no será la misma que tuviéramos antes. Lo escribió Vargas Llosa en La verdad de las mentiras, ese libro de cabecera, que tanto Juan como yo tan a menudo utilizamos, y que podría poner colofón a esta apresurada presentación. Escribió lo que sigue el escritor peruano: No sólo se escriben novelas para contar la vida, sino también para transformarla. Y este es el caso de Naturaleza muerta.
Muchas gracias.
José Manuel Martínez Cano
José Manuel Martínez Cano