Con motivo de la muerte de Juan Carlos Onetti hace 20 años en Madrid y de la inauguración de la exposición sobre su vida en Casa América: "Reencuentro con Onetti, 20 años después", hemos querido volver a publicar este interesante artículo sobre su obra.
Manuel Turégano (Publicado en De Verdad digital en 2009, centenario del escritor)
La celebración del centenario de Onetti sería un buen momento para que las letras hispanas "pagaran" la enorme deuda que tienen con el escritor uruguayo, nacido en Montevideo en 1909, residente durante quince años (los más fructíferos de su vida literaria) en Buenos Aires y "exiliado" en España desde 1974 hasta su muerte, en 1994. La "deuda" con Onetti es larga y onerosa, porque no en vano con él nace la novela moderna en Hispanoamérica, un género del que luego serán hijos desde García Márquez y Vargas Llosa hasta los narradores más actuales. Pero, ¿cómo llevó a cabo esa génesis? ¿Qué mutación literaria es la que llevó a cabo Onetti?
Onetti rompió, de partida, el perfil clásico del escritor hispano. No era universitario (ni siquiera terminó el bachillerato), ni diplomático, ni tenía relación alguna con las élites. Por el contrario, trabajó desde los catorce años en infinidad de oficios y cuando escribió la primera versión de su primera novela –“El pozo”– trabajaba en Buenos Aires en el sótano de una empresa que fabricaba silos para las cooperativas agrarias.
Rompió también el núcleo de referencias literarias y temáticas de la narrativa de su tiempo. Abominaba del localismo, que ahogaba con su costumbrismo las ficciones de la época, y abrió la literatura hispana a ámbitos y perspectivas nuevas. Antes que Rulfo y que García Márquez, Onetti incorporó los logros narrativos de Faulkner, que acabarían cambiando toda la literatura hispana. Su Santa María precedió a Comala o a Macondo.
Onetti introdujo la modernidad en la novela hispana. Los relatos dejan de estar protagonizados por élites decimonónicas o gauchos pamperos, para dar entrada a personajes urbanos, hombres solitarios y fracasados que vivían sus frustraciones en oficinas y burdeles y buscaban en la ficción una vía de escape a los sinsabores de una existencia acorralada.
Los héroes onettianos son ya necesariamente “antihéroes”, hombres y mujeres que han sido derrotados, reducidos por la realidad a una pasividad alienante y cuyas únicas iniciativas –dice Vargas Llosa– “suelen ser la huida hacia lo imaginario, por medio de la fantasía, el sexo y el alcohol”. A diferencia de Faulkner, donde aún cabe la acción, el empeño épico e incluso la hazaña individual –como es el caso de Lena, la embarazada que recorre a pie medio Misisipi en busca del padre de su hijo, en “Luz de agosto”–, aunque al final el “destino” acabe frustrando sus esfuerzos, en el mundo de Onetti ya no hay más salvación que “la huida a lo imaginario”.
No cabe duda que en este, siempre subrayado, “pesimismo” de Onetti interviene de forma decisiva la conciencia larvada del declive imparable de Hispanoamérica, del que Onetti se convierte en implacable y certero testigo. No se debe olvidar que en los años 20 y 30, Argentina (y Uruguay, a la que se conoce estos años como “la Suiza de América”) viven una eclosión extraordinaria. Buenos Aires se rediseña entonces como el París de América del sur. Pero ya en los años 40, y sobre todo 50, amenaza la ruina que las siguientes décadas van a confirmar. Onetti fue (como también Borges) el más clarividente augur de ese estrepitoso naufragio. Los personajes de Onetti no son sino supervivientes precarios de ese naufragio, y el “astillero” abandonado, desvencijado y en ruinas de Santa María (escenario de algunas de sus mejores novelas) es quizá la mejor metáfora intuitiva y literaria de una América latina en vías de liquidación. Los crueles 70 y 80 –plagados de genocidios– pondrían un sangriento colofón a todo aquello.
Pese a su “fatalismo” (que mejor cabría llamar “lucidez”) Onetti no era ni mucho menos un reaccionario, al contrario. En 1936 intentó alistarse, sin conseguirlo, en las Brigadas Internacionales para venir a luchar contra el fascismo en España.
En 1974 fue detenido por la recién instaurada dictadura uruguaya (¡por formar parte de un jurado literario!) y pasó tres meses encarcelado. Fue liberado gracias a una importante movilización internacional. Vargas Llosa cuenta que “al parecer, el jefe de policía, sobre el que llovían las cartas y telegramas de protesta, exclamó asombrado: ¡Pero quién mierda es este Onetti!”. Tras su liberación marchó a España donde vivió hasta su muerte en 1994.
Es inevitable recordar a Onetti fumando sus eternos cigarrillos, bebiendo whisky o redactando sus caoticos papelillos con los que, luego, su cuarta mujer, Dolly, tenía que “reconstruir” sus novelas.
Su destino fue no brillar. Fue segundo en casi todos los premios a los que se presentó. No mereció jamás el reconocimiento de sus pares (Borges ni siquiera lo votó cuando fue jurado del Premio Cervantes). Y jamás ha tenido el relieve y el tratamiento del que han gozado otros grandes escritores hispanoamericanos.
Pero eso no puede seguir siendo óbice para que se reconozca, de una vez por todas, como hace Vargas Llosa, que “Onetti fue el primer novelista de lengua española moderno, el primero en romper con las técnicas ya agotadas del naturalismo..., el primero en utilizar un lenguaje propio, elaborado a partir del habla de la calle, un lenguaje actual y funcional,... el primero que construía sus historias utilizando técnicas de vanguardia como el monólogo interior, las mudas de narrador, los juegos con el tiempo. Adaptó a su mundo los grandes hallazgos narrativos de los mejores novelistas modernos, pero no fue un mero epígono. Si aprovechó las lecciones de Faulkner, de Joyce, de Proust, de Céline, de Borges, lo hizo de manera novedosa y personal, para dar mayor verosimilitud, añadir matices y fuerza persuasiva a un mundo visceralmente suyo, creado a imagen y semejanza de esas filias y fobias que él volcaba enteras a la hora de escribir en una especie de discreta inmolación. Por eso, su obra nos da esa sensación de autenticidad y de integridad totales”.
Rompió también el núcleo de referencias literarias y temáticas de la narrativa de su tiempo. Abominaba del localismo, que ahogaba con su costumbrismo las ficciones de la época, y abrió la literatura hispana a ámbitos y perspectivas nuevas. Antes que Rulfo y que García Márquez, Onetti incorporó los logros narrativos de Faulkner, que acabarían cambiando toda la literatura hispana. Su Santa María precedió a Comala o a Macondo.
Onetti introdujo la modernidad en la novela hispana. Los relatos dejan de estar protagonizados por élites decimonónicas o gauchos pamperos, para dar entrada a personajes urbanos, hombres solitarios y fracasados que vivían sus frustraciones en oficinas y burdeles y buscaban en la ficción una vía de escape a los sinsabores de una existencia acorralada.
Los héroes onettianos son ya necesariamente “antihéroes”, hombres y mujeres que han sido derrotados, reducidos por la realidad a una pasividad alienante y cuyas únicas iniciativas –dice Vargas Llosa– “suelen ser la huida hacia lo imaginario, por medio de la fantasía, el sexo y el alcohol”. A diferencia de Faulkner, donde aún cabe la acción, el empeño épico e incluso la hazaña individual –como es el caso de Lena, la embarazada que recorre a pie medio Misisipi en busca del padre de su hijo, en “Luz de agosto”–, aunque al final el “destino” acabe frustrando sus esfuerzos, en el mundo de Onetti ya no hay más salvación que “la huida a lo imaginario”.
No cabe duda que en este, siempre subrayado, “pesimismo” de Onetti interviene de forma decisiva la conciencia larvada del declive imparable de Hispanoamérica, del que Onetti se convierte en implacable y certero testigo. No se debe olvidar que en los años 20 y 30, Argentina (y Uruguay, a la que se conoce estos años como “la Suiza de América”) viven una eclosión extraordinaria. Buenos Aires se rediseña entonces como el París de América del sur. Pero ya en los años 40, y sobre todo 50, amenaza la ruina que las siguientes décadas van a confirmar. Onetti fue (como también Borges) el más clarividente augur de ese estrepitoso naufragio. Los personajes de Onetti no son sino supervivientes precarios de ese naufragio, y el “astillero” abandonado, desvencijado y en ruinas de Santa María (escenario de algunas de sus mejores novelas) es quizá la mejor metáfora intuitiva y literaria de una América latina en vías de liquidación. Los crueles 70 y 80 –plagados de genocidios– pondrían un sangriento colofón a todo aquello.
Pese a su “fatalismo” (que mejor cabría llamar “lucidez”) Onetti no era ni mucho menos un reaccionario, al contrario. En 1936 intentó alistarse, sin conseguirlo, en las Brigadas Internacionales para venir a luchar contra el fascismo en España.
En 1974 fue detenido por la recién instaurada dictadura uruguaya (¡por formar parte de un jurado literario!) y pasó tres meses encarcelado. Fue liberado gracias a una importante movilización internacional. Vargas Llosa cuenta que “al parecer, el jefe de policía, sobre el que llovían las cartas y telegramas de protesta, exclamó asombrado: ¡Pero quién mierda es este Onetti!”. Tras su liberación marchó a España donde vivió hasta su muerte en 1994.
Es inevitable recordar a Onetti fumando sus eternos cigarrillos, bebiendo whisky o redactando sus caoticos papelillos con los que, luego, su cuarta mujer, Dolly, tenía que “reconstruir” sus novelas.
Su destino fue no brillar. Fue segundo en casi todos los premios a los que se presentó. No mereció jamás el reconocimiento de sus pares (Borges ni siquiera lo votó cuando fue jurado del Premio Cervantes). Y jamás ha tenido el relieve y el tratamiento del que han gozado otros grandes escritores hispanoamericanos.
Pero eso no puede seguir siendo óbice para que se reconozca, de una vez por todas, como hace Vargas Llosa, que “Onetti fue el primer novelista de lengua española moderno, el primero en romper con las técnicas ya agotadas del naturalismo..., el primero en utilizar un lenguaje propio, elaborado a partir del habla de la calle, un lenguaje actual y funcional,... el primero que construía sus historias utilizando técnicas de vanguardia como el monólogo interior, las mudas de narrador, los juegos con el tiempo. Adaptó a su mundo los grandes hallazgos narrativos de los mejores novelistas modernos, pero no fue un mero epígono. Si aprovechó las lecciones de Faulkner, de Joyce, de Proust, de Céline, de Borges, lo hizo de manera novedosa y personal, para dar mayor verosimilitud, añadir matices y fuerza persuasiva a un mundo visceralmente suyo, creado a imagen y semejanza de esas filias y fobias que él volcaba enteras a la hora de escribir en una especie de discreta inmolación. Por eso, su obra nos da esa sensación de autenticidad y de integridad totales”.