viernes, 5 de enero de 2024

EL VALOR DE BOLAÑO

Artículo de Manuel Turégano, nuestro editor, publicado en la Revista Barcarola nº 104 de octubre de 2023


Roberto Bolaño


Manuel Turégano

Se cumplen veinte años de la muerte, en julio de 2003, de Roberto Bolaño, el gran «detective salvaje» de nuestra literatura.

Cuando hará unos 25 años comencé a leer no sólo la prosa, arrolladora y torrencial, de Roberto Bolaño, sino también sus reseñas literarias, sus breves ensayos, sus columnas de opinión, me llamó poderosamente la atención, no sólo su juicio acerado y contundente, no sólo su desenvoltura a la hora de trazar sus filias y fobias (literarias), sino también su poderosa adjetivación sui géneris. En particular, me sorprendió que a algunos autores que se atrevían a transitar por los caminos menos frecuentados, a algunos libros que rompían todos los moldes, Bolaño los calificaba como «valientes». Sorprendido, me preguntaba: ¿qué quiere decir «valiente» en el terreno de la literatura? ¿Es un adjetivo válido? ¿Tiene algún significado? De pronto alguien confería un extraño valor literario a la valentía, pero ¿por qué? ¿Qué relación hay entre valor y literatura?

Cuando apareció Entre paréntesis (conjunto ordenado de los textos de crítica literaria publicados en vida por Bolaño, y editados póstumamente por Ignacio Echevarría en Anagrama), el enigma se aclaró de inmediato. Allí, a grandes brochazos, pero también de forma certera, y con las grandes dosis de intuición poética que iluminan toda su escritura, Bolaño ponía énfasis en su concepto de literatura. Escribir es como descender al pozo más lóbrego y oscuro de la existencia. Pasar «una temporada en el infierno», como decía Rimbaud. Es llegar hasta el fondo del horror, y una vez allí, no cerrar los ojos, no hurtar la mirada, no darse la vuelta ni salir corriendo, sino tener el valor de mirar y luego la suerte para conseguir regresar y después la valentía para contarlo todo. La literatura es un ejercicio de valor, porque es un ejercicio de riesgo. Sin riesgo no hay literatura, hay autocomplacencia, hay impostura, hay edulcoramiento, pero no hay literatura. Sólo los que son capaces de descender hasta los últimos pozos del horror, mantener allí los ojos abiertos, bien abiertos, y luego contar lo que han visto realmente, sólo esos son valientes, sólo esos son escritores, sólo ellos crean verdadera literatura.

En Los detectives salvajes, la obra de 1998 que lo consagró como uno de los grandes escritores de nuestra época, Bolaño cuenta el naufragio trágico (y patético) de una generación, la suya, una generación empapada de poesía y altruismo, de ideales mal entendidos y peor aplicados, de alegría y generosidad, una generación de jóvenes atrevidos, solidarios y valientes, «cuyos huesos están enterrados por toda Latinoamérica». Víctimas del salvajismo militar o de unos líderes, aparentemente revolucionarios, pero en realidad infames, decenas de miles de ellos acabaron en tumbas sin nombre o dispersos en mil exilios. Hijos salvajes e impúdicos de su tiempo, en rebeldía permanente contra todo, atraídos por la primera vorágine del sexo libre, detectives incansables de los poemas más secretos, vivieron una odisea, llenos de euforia y sueños, antes de estrellarse, sin remedio, contra los terribles arrecifes de la realidad, protagonizando un irremediable naufragio. No todos murieron en él. Bolaño fue un superviviente de aquel naufragio y de aquella diáspora. Chileno recriado en México acabó en las costas españolas. Pero siempre supo que aquello no fue sólo un exilio, un cambio de continente, una diáspora: fue un temible naufragio, y nunca apartó sus ojos de él, en todo momento mantuvo los ojos abiertos, la mirada encendida, las pupilas fijas, sin retroceder ni ocultarse, sin olvidar ni tergiversarlo, hasta reunir el valor necesario para contarlo. Y contarlo como fue, como un torrente vital que nunca encontró un buen cauce, que fue alegre y confiado al matadero, con una sonrisa en los labios, con versos siempre dispuestos, con alegría y valor, con ingenuidad y locura, hasta chocar contra las rocas y hacerse añicos. Un auténtico bateau ivre.

En 2666, su gigantesca obra póstuma, Bolaño echa una ojeada, inmisericorde y visionaria, al pasado, al presente y al futuro, en busca de las raíces, de los misterios, de los secretos del mal. Del mal absoluto. De un mal que crece como una hidra y se apodera de todos los huecos del tiempo, de todos los resquicios del espacio, que, como una sombra, acecha todos los rincones de la inocencia para cubrirlos con su velo de horror. Bolaño se apodera del feminicidio de Ciudad Juárez para erigirlo en el gran monumento contemporáneo del mal.

La obra entera de Bolaño, dice Ignacio Echevarría, «permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse». La define, pues, ese valor, esa valentía, que él siempre buscó como «criterio de verdad» de la literatura.

Una búsqueda que terminó por convertirlo, tras su prematura muerte, en 2003, cuando sólo tenía cincuenta años, en un verdadero autor de referencia. Primero en Hispanoamérica (donde su influjo es ya, hoy día, más significativo y más determinante que el de los autores del boom, sobre todo entre los lectores y escritores más jóvenes), luego en España (donde tuvo que vencer las numerosas capas de incomprensión que despierta siempre la literatura de riesgo), asimismo en Europa, y desde hace unos años también en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, donde 2666 llegó a ser considerada por la crítica como la mejor obra literaria del año. Mucho se ha escrito (y no todo favorablemente) sobre esta recepción fervorosa en EEUU: ya Ignacio Echevarría alertó en su momento sobre cómo una parte del establisment cultural norteamericano estaba procediendo a crear un falso «mito Bolaño», con la imagen deformada de un «escritor maldito» (adicto al sexo, las drogas y el alcohol, cosa que no era) y, sobre todo, «crítico de la revolución», sin duda el aspecto que más les interesaba resaltar. Cierto que Bolaño era un crítico asiduo (y certero) de la izquierda latinoamericana de los años 70/80, pero en absoluto eso era un signo de «conservadurismo», al contrario: Bolaño también tuvo la valentía de no callar ante los errores (y aún los crímenes) de la llamada izquierda «revolucionaria». En eso, como en todo, fue un escritor insobornable.

Nacido en Chile en 1953 (hace ahora también 70 años) Bolaño emigró junto a su familia, por razones económicas, a México en 1968. En 1973 volvió efímeramente a Chile para colaborar con la revolución de Allende, pero tras el golpe de Pinochet fue detenido y se libró por fortuna de males mayores. A su regreso a México fundó y encabezó, junto a otros poetas mexicanos e hispanoamericanos, un efímero movimiento poético de vanguardia (los infrarrealistas), que luego serviría de inspiración para los «realvisceralistas» de Los detectives salvajes. En 1977 dejó México para recalar en Barcelona. Durante casi veinte años vivió de los oficios más diversos, mientras leía y escribía incansablemente. Para sobrevivir comenzó a escribir cuentos para concursos, que ganó y perdió. Con La literatura nazi en América y Estrella distante se ganó ya cierta reputación como narrador, sobre todo en Hispanoamérica. Pero sería Los detectives salvajes (Premio Herralde de Novela 1998 y Premio Rómulo Gallegos 1999) el libro que lo consagraría como una de las voces más valiosas del momento, la más innovadora. Una grave enfermedad hepática mantenía sobre su vida una permanente espada de Damocles. Así que, en sus últimos años, escribió contrarreloj y, en cierto modo, a tumba abierta. Publicaba al ritmo frenético de un libro por año: novelas, nouvelles, colecciones de cuentos…, mientras escribía 2666, que casi terminó.

Tras su llorada desaparición, en julio de 2003, su amigo y albacea Ignacio Echevarría llevó adelante la edición literaria de 2666 y del libro de reseñas y ensayos Entre paréntesis; y más tarde, del libro de relatos El secreto del mal y de su obra poética, reunida en La Universidad Desconocida. Años después, se publicaron dos novelas más: El Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía. Una exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, con motivo del décimo aniversario de su muerte, exibió por primera vez la parte inmensa de la obra de Bolaño que aún queda por publicar: 14.000 páginas, entre las que se anunciaban cuatro novelas inéditas (algunas ya publicadas por Alfaguara), decenas de cuentos y otras obras fragmentarias y menores, además de cartas personales. Un verdadero botín que alimenta los sueños y las expectativas de los numerosos lectores que Bolaño ha convertido ya en adictos a su obra en el mundo entero.

Estamos pues aún relativamente lejos de poder calibrar el verdadero valor de este escritor, del que Vila-Matas dijo en su día con razón que «ha abierto nuevos caminos, por los que transitará la literatura del siglo XXI».

El vigor narrativo y el ritmo a veces estresante de la prosa de Bolaño se ven siempre compensados por su inagotable fulgor poético y su honda y, a veces, trágica visión del mundo.

En ese recorrido el lector descubre la verdad que el propio Bolaño proclamó en algunas de sus páginas: «que un libro es un laberinto y un desierto», en donde es fácil perderse y difícil hallar la salida. Por eso el lector debe ser un «policía», un detective. Alguien que, tal vez, aprende que «la principal enseñanza de la literatura es la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo».

Un torbellino y un espejo: dos palabras que definen muy bien el universo narrativo del propio Bolaño, sin duda uno de los escritores esenciales de nuestro tiempo, el creador de uno de los planetas literarios recientes más valiosos de la literatura en lengua española.



jueves, 4 de enero de 2024

MUNDO ANCLADO

 

Reproducimos aquí la magnífica reseña que el escritor Enrique Carro

publicó en su blog el 31 de octubre de 2023  


Nuestro mundo anclado


Reseña de Mundo anclado (Contrabando, 2023) del escritor mexicano Alejandro Espinosa Fuentes



Las piedras rodando se encuentran.
El Trìptico “Extracción de las piedras de la locura”. El Bosco


   En el último viaje que hice a Lima, fui a pasear a la San Marcos, universidad en la que estudié Filosofía entre el dos mil cuatro y el dos mil nueve. Antes de entrar al edificio de Letras di una vuelta por el parque de Tubos, una explanada de gras y arbustos entre la facultad y el estadio en la que pasé la mayor parte del tiempo cuando era estudiante. El parque estaba plagado de botellas de ron vacías, latas de Pilsen aplastadas y cajas de vino Gato Negro, y mientras pateaba las botellas, las bolsas de plástico y las colillas mojadas, recordé con nostalgia esos años, que Julián Segovia, personaje con el que arranca la última novela de Alejandro Espinosa Fuentes, Mundo anclado (Contrabando, 2023), llamaría «mi juventud».

Presentación de Mundo anclado en la librería Alibri, Barcelona.
Foto con el autor, Alejandro Espinosa Fuentes (2023)


    En la novela, el equivalente al parque de Tubos es el Rocabar, unas escaleras construidas con la finalidad de trasladar los libros de la Imprenta Universitaria a la Biblioteca Central y que se convirtió con el tiempo en el refugio legendario de los borrachos de la UNAM. Allí es donde Julián invita a tomar una cerveza a la musa abstemia y feminista de la historia, Mélida Areúsa, y allí es donde le presenta al poeta Cuautli y al sabio estudiante de Letras Francesas, Pedro Vallejo. El quinto personaje de esta novela es Jenny, una prostituta a la que estos cuatro compinches rescatan (secuestran) del peligro de un ajuste de cuentas para irse a la Huasteca cuando la pandemia de la COVID-19 estalla en México.

    Mundo Anclado, sin embargo, no es solo la historia de cinco amigos que deciden huir y autogestionarse en una casa rural que Mélida ha heredado de su padre, es también el relato de cada uno de ellos, dosificado en cinco rondas, en las que los protagonistas construyen la versión de lo que pasó con sus vidas.

    La historia está irradiada por la muerte prematura, misteriosa, descarnada de Mélida y la desaparición de Jenny, que la convierte en sospechosa o mártir, y le da un aire detectivesco al asunto, sobre todo en la última ronda y en el epílogo en donde se devela el motivo de la tragedia.

    No obstante, las fuerzas que mueven a los protagonistas y que me movieron como lector son otras y tienen que ver con la memoria, ese «sándwich de jamón y queso panela», como le llama Jenny, que va calcificando el pasado hasta convertirlo en una piedra; fuerzas que tienen que ver con las palabras, «las palabras tienen historia - nos dice Pedrito Vallejo- y esa historia tiene cicatrices»; que tienen ver con el silencio, ese idioma de la sabiduría, ese recurso de los cobardes y material, nos dirá Mélida, «con que están hechos los cómplices»; y ver también con la literatura, ese oficio de hacer abanicos, como los que hacía y vendía Cuautli, tejiendo arcoíris que luego la vida le destejió a trompadas.  

    Alejandro Espinosa Fuentes nació en 1991 en ese país violento y fascinante que es México y ya ha ganado varios premios. Con esta, tiene tres novelas publicadas (Nuestro mismo idioma, 2016, y Agenbite of inwit, 2018), un libro de cuentos (Sonámbulos, 2019), ensayos, artículos y reseñas. Es profesor de la UNAM y estuvo en España presentando Mundo anclado en Madrid, Valencia y Barcelona, ciudad en la que tuve el placer de acompañarlo.

    Yo no lo conocía, pero acepté la misión de leer su novela y charlar con él en la librería Alibri el miércoles 25 de octubre. Fui en bicicleta a recoger su libro un par de semanas antes y enseguida aparecieron coincidencias estimulantes.

    Cuando tuve el libro entre mis manos, me di cuenta de que tenía el cuadro del Bosco, Extracción de la piedra de la locura, de portada. Lo curioso fue que yo estaba leyendo los cuentos surrealistas de Fernando Arrabal, en ellos el poeta de Melilla mezcla lo onírico y lo irónico en piezas hiperbreves que reunió con el título de La piedra de la locuray que yo estaba utilizando en un taller de microrrelato.

    Ahí, entre Arrabal y el cuadro del Bosco y los poemas desgarrados de Pizarnik en su libro juvenil homónimo, Extracción de la piedra de la locura, empecé a leer Mundo anclado. Fue una lectura voraz, porque Alejandro tiene una prosa que fluye entre la violencia, la poesía, los diálogos hilarantes, el tono evocativo y una serie de referencias interesantísimas como por ejemplo el extraordinario diccionario de piedras con el que Pedro Vallejo arma su versión de la historia.


Foto de Mundo anclado en Port de la Selva, en plena lectura

    Cuando terminé la lectura volví inmediatamente a un cuento de Arrabal que no tiene título:

            Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma de palabras y la                hoja blanca de frases.
            Entonces cierro los ojos y, mientras oigo el tic-tac del reloj, veo cómo giran en                    torno a mi cerebro, diminutos, el pobre-loco-amnésico perseguido por el                                filósofo-de-la-mandrágora.
            Cuando abro los ojos las letras, las palabras y las frases han desaparecido y sobre                la hoja blanca ya puedo comenzar a escribir:
            Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma…”. Etc.


   En el parque de Tubos, ese Rocabar de mi vida, algún día perdido de agosto (mes en el que se publicó la novela de Alejandro), corría ese airecito casi mojado que corre en Lima cuando los dragones vuelan y que suele tener un trágico color humoso. No había nadie, como si toda la gente que estuvo allí en los años en los que yo también me despertaba a deshoras a escribir, se hubiera pulverizado de puro olvido, pero fue patear botellas y hacer un poco de arqueología entre las borracheras de ayer para que empezara a narcotizarme de pasado, y ya no había la rabia vengativa por todo lo que allí habíamos perdido el loco y el filósofo que yo era, solo aroma a mandrágora, esa anestesia mágica con la que está escrita Mundo anclado.︎