miércoles, 16 de marzo de 2022

EL 53 DE GILMORE PLACE DE JESÚS ZOMEÑO. POR RAMÓN ASQUERINO FERNÁNDEZ

 

Intervención completa de Ramón Asquerino Fernández, Doctor en Filología Hispánica y Catedrático de Literatura, en la presentación de la última novela de Jesús Zomeño en el Café Comercial de Madrid el 14 de marzo de 2022.


Ramón Asquerino, Jesús Zomeño y Manuel Turégano

Entre Ariadna y la hora del Minotauro del aire


«¿ […] ni tú eres tú, ni yo soy yo, aunque aún seamos tú y yo […] como si copiados vagásemos en un espejo?»
 Luis Felipe Fabre: Declaración de las canciones oscuras, Madrid: Sexto Piso, 2021, p.114.

 


 «Hoy es cuando los dioses deben morir/ cargados de silencio en las estrellas», escribió Jesús Zomeño en uno de los tres poemas aparecidos en aquella Antología poética de 1984. Editor de la su colección de poesía Diarios de Helena, también publicó artesanalmente —con claras señales de corondeles— libros en formato octavo de relatos y versos, reunidos en el Laberinto de la memoria. Ahora reaparece el Jesús lírico mano a sílabas entre versos de arte menor en el libro de 14 poemas Con vistas al mar (febrero de 2022): «Polifemo/ vive enfrente,/ tanta mirilla/ para tan poca puerta», de “Resignación”, poema 5, en donde al eco homérico y joyceano se le une la memoria de Aníbal Núñez: «Salicio vive en el tercero izquierda», porque ambos poetas aúnan clasicismo y modernidad. También en los dos autores sus personajes viven en su peculiar domicilio, como demuestra esta segunda novela que señala la ubicación vecinal: El 53 de Gilmore  Place, de la que vamos a tratar hoy con ustedes en este café emblemáticamente literario del poeta Rafael Soler y con el cuidadoso editor Manuel Turégano, este exportador de mercancías librescas a plena luz, lícitas, a plena tarde, lluviosa. Ambos, dos personas preocupadas por la cultura.

        Tres años antes había salido también en Ediciones Contrabando El cielo de Kaunas de 2018, ambientada en esta ciudad lituana y dividida en III partes y 30 «capítulos», como esta, a la que se refiere El 53 de Gilmore Place al menos seis veces, y cuyo protagonista es casi el mismo. Por supuesto que en este brevísimo e incompleto currículum hay que recordar las colecciones de relatos, la de 2016 reunidos en Querido miedo —alrededor de la Primera Guerra de la que Jesús es un especialista y cuyo testimonio no podía faltar en esta novela, pp.72 y 114—; también de 2016 es De este pan y de esta guerra, premio de la Crítica Valenciana, igualmente en Contrabando, y otra con ilustraciones al estilo del expresionismo de su inseparable Miracoloso, Metralla, de 2019. Puedo decir que he tenido la oportunidad de haber leído casi la obra completa de Jesús, incluso antes de editarse, como en una suerte pregutenbergiana

          Y ahora nos llegan «Cargados de silencio en las estrellas» los personajes poco ilustres, quebradas sus imágenes en espejos rotos —pero no al modo de Valle—, antihéroes estrellados, que perviven semivivos en El 53 de Gilmore Place. La obra se compone de un capítulo sin numerar y 30 en cardinales más una Nota final del autor. A modo de frontispicio, se encuentran tres importantes elementos: la dedicatoria a Máximo Álvarez, otra excelente persona, que igualmente abre y cierra el libro como agradecimiento a sus abrazos y empujes de ánimos; la detallada cubierta de la bomba de Carlos Michel Fuentes, proyectil al que el autor se refiere varias veces con detallismo descriptivo (pp.36, 46, 99,172), y el tercero, la cita de El silencio de las sirenas de Kafka que comienza con un «Érase una vez […]», fórmula esta feérica que induce a pensar que casi todo es imposiblemente posible en esta historia. La referencia a las sirenas también nos enlaza con el Ulises, 2/2/1922, capítulo 11, un verdadero alarde del mundo del oído, y con su correlato anterior, el canto XII de la Odisea de Homero. Igualmente, el gusto por las patatas del protagonista de Jesús (p.153) podría escuchar un rumor simbólico afín a la patata en el bolsillo de Leopold Bloom. Aún hay más elementos kafkianos a través de lo absurdo (pp.62, 118, 172, 204), y no lejos del Mihura de Tres sombreros de copa, p.63 sobre todo. También algo de Kafka se respira mediante esa sordidez (pp.33 y 198), más intensa en El cielo de Kaunas, junto a esa hora del Minotauro del aire —en este momento la absurda y cruel guerra por la que estamos abatidos—, gris marengo que rezuma y cubre casi toda la novela, cuyos signos indexicales son Madrid, Edimburgo, Barcelona, Glasgow, Logroño…, a través de un laberinto de espacios temporales diseminados pero muy exactos: 1894, 1926, 1934, referencias a nuestra Guerra Civil, 1940 y 1941, los años 60, 1973 y 1976, y llega hasta mediados y finales de los 90.

           El título de la novela, frecuentemente repetido, también posee un valor simbólico puesto que se encuentra en las páginas 11 y 19 y reaparece ya al final en la 207, conformándose de esta manera una estructura circular dentro de la que se enreda y desenvuelve el protagonista narrador anónimo, bajo su extensa soledad. La calle y el edificio actúan como otro personaje más y muy sobresaliente —recordemos, por ejemplo, el papel preponderante de la calle en La calle de Valverde, México, 1961, de Max Aub— incluso en su doble vertiente literaria y metaliteraria. No desvelaré ni un ápice del final de las diversas intrigas que se entrelazan bajo un laberinto tan especular como reflexivo, porque nos encontramos ante una novela que esconde varios misterios —donde se incluye el de la propia casa de la calle citada— que hay que ir desencriptando despacio, como transcurre el paso de la narración en tempo lento, por ejemplo en la p.51, donde son las 07:15, y dos renglones más abajo, pasamos a las 07:16, en un claro acierto del detallismo temporal que tiene su contrapunto en algunas descripciones minuciosas. La novela se entreteje a través de una narración en primera persona (p.11: «pedí» y p.207:«tengo hambre», otra vez al principio y al final) por parte del protagonista, inspector de policía (p.15) anónimo, nada violento, escritor, enfermo a causa de un tumor (pp.118-122), acosado por sus compañeros reiteradamente (pp.30,56,70,143), quienes lo acusan sin motivo de pedófilo (pp.14,70), e incluso atentan contra su vida (136). Rodeado de enemigos dentro de la comisaría, a excepción de su fiel amigo Paco (pp.11 y 70), su casa lo salva al considerarla como su único y seguro refugio: «en casa me siento a salvo» (p.93). El inspector pretende desentrañar la madeja puramente policiaca, entre otros casos, de un más que raro incendio en un cuartucho de inmigrantes en la calle Apóstol Mateo (p.13 y 107), pero sin el hilo de Ariadna y amenazado por una peligrosa situación constante en la hora del Minotauro del aire. Si bien la narración mantiene esa «Nueva Objetividad alemana (crítica social de los años 20 y 30) y la novela policiaca», adolece de la «técnica de montaje inspirada en el cine, que permite un constante cambio de perspectivas, un juego combinado de distintas voces narrativas que muestran lo relatado desde diferentes puntos de vista», que sí es palpable en El cielo de Kaunas, sin embargo no nos deja respirar ni por un momento entre las intrigas del laberinto de planos que se desvelan y acechantemente se deslizan. 

           Los ‘31’ «capítulos» giran en torno a esa referida y repetida circularidad y alrededor de una serie de constantes que jalonan sus páginas en forma de microhistorias, cajas chinas, episodios folletinescos (144-146) de variopintos denunciantes, historias de espías nazis (pp. 117, 123), suicidios (p.127), crítica social (p.107: los treinta orientales calcinados y hacinados) y con frecuentes saltos atrás. Relatos cruzados sobre todo por el desamor (pp.32,113), a través de una espléndida técnica de metanovela (pp.16, 27, 84, 105, 130, 141, 181, 196, 197, 206), máxime en la página 119, en la que el inspector corrige, borra y recapitula, en torno a su protagonista Mateo (pp.20, 27), con quien aparentemente se confunde a causa de ese juego de laberinto de espejos —tan bien observado por la crítica—, hasta el extremo de que el policía se identifica plenamente con su personaje (pp.20, 28 y 113), se ve reflejado en él. De ahí, producto de esa mezcla equívoca de imágenes reflexivas, la cita que encabeza como apertura esta presentación, y que resulta tan unamuniana, aspecto este referido por la crítica, como la huella de Niebla que se trasluce en la narración (pp.20, 28, 113, 160, 181), sobre todo en la tajante afirmación: «convertirme en personaje literario», p.203.

           Los múltiples seres imaginarios secundarios se encuentran desorientados y componen un desfile que arranca desde antiguos amigos del colegio, o de la mili, el oncólogo Jaime (p.118), citado en El cielo de Kaunas, al triángulo de Menchu-Julián-Roberto (pp.32,113), el peculiar pakistaní  (185) del puesto de frutas; Enrique el barbero (p.54); el aventurero y encubierto Albert Ginestà (pp.41, 45) que, aun siendo español, vivió en el 53 de Gilmore Place, y sobre el que también se teje una historia de misterioso espionaje; el catedrático Pedro Alcántara (pp. 41,117), exhaustivo investigador, voraz del sexo; el citado Adam en sus correos desde Edimburgo con el caso del asesinato sin resolver (pp.23 y 118) 118) y su larga historia intercalada (pp. 188-193); la presencia de la enigmática Cadence Hewit  y su marido (pp.53, 61,73)… Todos estos configuran un Retablo de las maravillas, poliedro de historias, algunas con personalidad propia, micronarraciones otras que se entrelazan y resuelven dentro del laberinto de los dos planos de la novela: la propiamente dicha y su reflejo en la metanovela, y esta en la otra, recíprocamente. Seres humanos que deambulan entre cambios geográficos y temporales en un malabarismo que mueve los hilos, igual que un trujamán, la casa de El 53 de Gilmore Place.

        Los diversos platos y comidas igualmente proceden como una circularidad: se empieza con una lasaña con cuchara (p.11), ensaladas variadísimas (pp. 40,100, 112,) hasta el extremo de que en la p.126 se traza un especie de similitud entre ensalada y novela: recordemos nuestras ensaladas, mezclas de versos, estrofas y de diversos temas, muy populares en los siglos XVI y XVII; altramuces (p.118), el café y las cervezas (pp.176 y 182) o el coñac; las aludidas patatas (p.153), sémola, piña, los doce yogures, cuchara en ristre (p.142), la dieta sencilla de la abogada María Elena (p.168), incluso aparece un club de cocina (pp.148, 151). Alimentos que sirven para cerrar con estilo desgarradamente metafórico lo que al inicio era solo un plato de lasaña con cuchara: «Tengo hambre, es cierto, pero sigo una dieta desde niño, una que consiste en no comerme el mundo», p.207 y final.

           Esa cuchara aludida y repetida (pp. 10,11,12,26,48) —igualmente en El cielo de Kaunas (p.187), pero también en primer plano de la ilustración  final de Raúl— recuerda a las descritas y deseadas por el novelista ucraniano Vasili Grosman tanto en Todo fluye, en Stalingrado —asedio que Jesús cita en la p.182: «Las ruedas de la maleta que arrastro sobre el suelo de madera parecen las cadenas de un panzer alemán avanzando por Stalingrado»—, como en su continuación Vida y destino. Anteriormente, la cuchara en Lorca se vincula a la violencia, al mito africano: «Con una cuchara / les arrancaba los ojos a los cocodrilos/ y golpeaba el trasero de los monos. /Con una cuchara». También César Vallejo la usa como símbolo del hueco, del vacío: «como negra cuchara/ de amarga esencia humana». Soledades de uno mismo, pesar retirado, vano, y sin acogida, compartidos por estos cuatro autores. Ahí está en nuestra memoria la «Oda a la cuchara» de Neruda.

       Entre la zarza ardiendo, con la amenaza del Minotauro, y el panorama laberíntico  de las microhistorias entrecruzadas a través de esta constante metanovela en cajas chinas, Jesús recapitula para que el lector ni se queme devanando parte de lo anterior ni se pierda. Así, con mucha efectividad, resume el intrincado panorama de los relatos intercalados, como en la p.132, y con gran capacidad, por cierto, sobre todo para lectores extraviados sin Ariadna. Lectores a los que el narrador se dirige «os contaría su historia», p.168, la de la abogada María Elena y su esposa, otra micronarración, aunque en este caso se queda colgada. No faltan las referencias al mundo del cine, tan cercano a los gustos de Jesús Zomeño, con los guiños a Ladrón de bicicletas, filme que se introduce en la narración (p.21) como una película dentro de la historia de una denunciante peliculera. Igualmente, el mundo literario, que tan bien conoce nuestro novelista, aparece con alusiones a La isla del tesoro (p.39) o El guardián entre el centeno (p.174).

        ¿Cuál es para el propio autor el epicentro de la Literatura? La cita no es corta, pero no tiene desperdicio: «Es un buen momento para desahogarme con la novela que estoy escribiendo. Una historia triste, de personajes desorientados, creo que es el momento de insistir en la desolación ajena, siquiera como terapia» (p.143). (Las cursivas y negritas son máis).  Se conjugan varios planos superpuestos en estas dos oraciones, como casi por toda la narración. Así, se observa la función de la Literatura, máxime en escribiendo, y como alivio y esparcimiento tanto de ese mundo interior desasosegante como tratamiento para ahuyentar los miedos (esa fatídica «la hora del minotauro del aire»: Stalingrado, p.620) hacia el exterior, de donde proceden los términos terapia, desahogarme, o antes (p.43) «me relaja pensar en la ficción». A la vez, el persistente  juego de la novela dentro de la novela. Téngase presente, además, la irrupción del novelista en primera persona, que se desdobla en el papel del narrador principal y de personaje de ficción, y en el de otros, como Adam (p.23) con sus correos: «¿ […]como si copiados vagásemos en un espejo?», al decir de Luis Felipe Fabre. No contento con esos detalles, se clasifica la narración como historia —sinónimo de novela— de tono melancólico, doloroso, de personajes desorientados, perdidos, ausentes (p.22, como su padre, que está condenado por la nostalgia), afligidos y angustiados moralmente, así lo ejemplifica esta otra afirmación que insiste en el carácter desasosegante que envuelve a la novela: «vuelvo a pensar en todo lo que viene después de haberlo pasado bien» (p.177). A fin de cuentas, toda esa amalgama de contradicciones es lo que nos convierte a nosotros en seres humanos. Y como telón de fondo y trasfondo, el ya tan recurrente motivo central de la técnica de la metanovela.    

         De vez en cuando, se colorea la narración con ráfagas de lirismos  (pp. 176-177 y 207), o mediante esta sentencia de vuelo rasante: «En mi vida todo es barato», p.43, que subraya esa señalada amplia y ancha soledad del narrador omnisciente. No menos lograda es la frase, para mí muy acertada y acerada: «[…] formando un trío en esa extraña cama que es la madrugada», p.176, donde, a las referencias del sexo, que no faltan en la novela, se añade un desplazamiento del calificativo «extraña» en trío, o sea, en tres direcciones, pues tanto se refiere a «cama» como a «madrugada», ambas palabras en femenino, y, opino, de ahí al salto vertiginoso hasta hacer cambiar a género masculino al mismo «trío», desplazando a este el adjetivo extraña, y definiéndolo así, extraña, pero poéticamente.  

        Y ese gran broche como resumen: «pero sigo una dieta desde niño, una que consiste en no comerme el mundo». Perfecto remate que, por lo demás, no desvela, como  mi larga  intervención, el final de esta novela metida en otra, atravesada por microhistorias y laberintos que se entrelazan hasta perderse y reencontrarse, desarrollados tanto en estructura circular como especular, igual que el principio y cierre de esta presentación también de Luis Felipe Fabre: «[…] y lanzando la piedra al cielo de la fuente, la imagen quebró su espejo».    

 Aquí, Entre Ariadna y la hora del Minotauro del aire.

Muchas gracias.
 Café Comercial, Madrid.

  Ramón Asquerino Fernández, Madrid, 14 de marzo de 2022.

 (Esta intervención, ampliada y anotada con su correspondiente bibliografía, aparecerá publicada en la revista Las Piletas en su próximo número de primavera.)

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