Recién salida del horno barcelonés. Editada por Ediciones Contrabando.
Se lee fluida y dejarla reposar o pasarla a un amigo para luego volver a leerla, ya sin
la expectativa del “como salta a la prosa” el poeta Brumonk, que junto a Mario Santiago
y Roberto Bolaño, le dieron otra vuelta de tuerca a la literatura escrita en castellano.
Y se arriesga a intentar contar la llegada a Valparaíso en barco de un joven versero
centroamericano, a buscarse la vida entre ese puerto bullente de inicios del siglo XX y
Santiago de Chile.
Y se lanza con un abanico de palabras precisas que hace que el narrador, pongamos que
sea Rubén Darío, nos envuelva en una búsqueda preciosa, simple y convincente, que te hace
entender que asistes a la apertura de una puerta que estaba cerrada y de pronto la casa del
lector recibe un olor del exterior que te deja asombrado.
Un olor a oficio largo y a libro antiguo. El oficio de poeta/el oficio de vivir que dice Pavese
o un joven que toma un barco llamado Hörderlin hacia el infierno/paraíso sudaka.
Me recordó la brillantez de algunas novelas breves como La Escopeta de Caza de un oriental
o Ayer de Juan Emar.
Pintar el aire con párrafos que intuyes vienen de su anterior libro recientemente publicado
y que resume su poderosa obra poética de medio siglo: El futuro.
Lo vine leyendo en el bus pirata que me trajo desde la pasada Varoli en Talca hasta Santiago,
luego del helado de vainilla y su tabaco Sauvage.
Inicios del siglo pasado. Una comedia, una Comala tejida
por los estornudos del Sol y la literadura de los trenes
y por la ida y vuelta desde Santiago de Compostura
hacia esa mano con cuarenta dedos.
Hacia el doctor Allende y el general Pinochet
instalados en el Plan de los presidentes porteños.
O quizás su personaje Lucía sea la olvidada
Teresa Wilms Montt y una anécdota o un sueño terrorífico,
O una novela de sutilezas a ratos sublimes
sobre el origen del modernismo literario.
Y dos cumbres del texto, son el fragmento del cerro
Aconcagua y un encuentro de miradas en la picada
“ojos del salado”.
Efímera y no efímero como quisiera escuchar la estatua
de Darío con pinta de atleta griego en el parque forestal.
Con un Epílogo de síntesis de paso.
Con un Epílogo de síntesis de paso.
Pocos y muy bien bocetados personajes.
El notable volantín que va arrastrando al lector,
apenas deja el libro sobre el velador.
Deja la novela recién editada sobre otro brillante libro llamado La construcción
en donde otro poeta porteño afirma “a viva voz" que Brumonk,
el alias que usa el autor de Efímera fue cómplice ad+, de dicha casa,
donde aparecen y desaparecen misteriosamente, seres de orilla de mundo.
Bruno Montané despliega una variante de su
Bruno Montané despliega una variante de su
medio siglo de pulir su
poesía cercana al observador alucinante y al silencio rulfiano.
Tiene la nitidez cuentera de los maletines de Chejov y Stevenson.
Horaceriano, Infrarrealista, Moguda catalana, Malabarista del fraseo.
Traductor de una música que pone los pelos de punta.
Efímera, la oruga que va respirando poesía.
Jordi Lloret
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