Artículo publicado en la revista BARCAROLA número 105/106 de junio del 2024
Franz
Kafka falleció el 3 de junio de 1924 en un hospital antituberculoso
a las afueras de Viena. Nadie podía suponer entonces que llegaría a
ser uno de los escritores más importantes y decisivos del siglo XX.
Apenas había publicado unos pocos textos y relatos en editoriales
alemanas y había ordenado a su amigo y albacea Max Brod que
destruyera el resto de su obra. Sin embargo, pocos años antes de
ello había escrito en sus Diarios: “Yo soy la literatura”.
Cien
años después de su muerte, su legado sigue siendo inmenso. A través
de dos textos breves vamos a intentar acercarnos a su idea de la
literatura, quizá lo que debería perdurar.
La
erupción
Entre
agosto de 1912 y enero de 1913, un todavía desconocido Franz Kafka
vivió una de esas etapas eruptivas, similar en cierta forma a las de
la geología, en las que en un brevísimo plazo de un tiempo
intensificado nace un nuevo volcán o se configura una nueva
orografía. En ese mínimo lapso, Kafka dibujaría un nuevo escenario
y nuevas formas de representación para que la literatura continuara
siendo el «viejo topo» que horada las capas más profundas de la
realidad, en un mundo nuevo, regido por poderes desmesurados y
abocado a catástrofes inminentes (en 1914 estallaría en Europa la
primera guerra mundial, una carnicería de dimensiones desconocidas,
incluso para un continente que nunca había conocido la paz de forma
duradera).
Las
etapas de esa erupción están hoy incluso fechadas: el 13 de agosto
de 1912, Kafka conoce en casa de Max Brod a Felice Bauer, que sería
su prometida durante cinco años, y con la que mantuvo una relación
epistolar que Elias Canetti (el premio nobel de literatura) no dudó
en calificar como «uno de los grandes acontecimientos de la historia
de la literatura». Apenas una semana después, la noche del 22 de
septiembre de 1912, de una sola tacada, sin interrupciones, «sin
dormir, pero con las piernas dormidas», escribió de un tirón «La
condena», un pequeño relato de apenas veinte páginas donde está
reunido ya todo el universo de Kafka. Entre el 17 de noviembre y el 7
de diciembre de 1912, en sólo veinte días de trabajo intensivo,
escribió «La metamorfosis», un relato inconmensurable. Y al mismo
tiempo que escribía ese epistolario único, y culminaba dos
narraciones extraordinarias, Kafka iba desplegando los capítulos de
una novela infinita que nunca concluyó: «El desaparecido», que
aquí se conoció durante muchos años con el nombre arbitrario que
le añadió por su cuenta Max Brod: «América».
Seis
meses antes de conocer a Felice Bauer, e iniciar con ella una
correspondencia amorosa única y de una intensidad inaudita, Kafka le
había hecho a llegar a Max Brod por carta una pregunta tan sencilla
y candorosa como esencial: «¿Será
cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?».
Pocas veces se habrá formulado con tanta ingenuidad, con tanta
precisión y con tanta hondura la esencia misma de la literatura. Y
la tarea misma que Kafka le iba a fijar a la escritura, en general, y
a su escritura en particular. Quien escribe debe hacerlo de forma
apasionada, intentando subyugar, ganarse, apropiarse del otro. Y con
una fe infinita, casi ciega, en la lectura del otro. La verdadera
escritura nace impulsada por esa voluntad de dominio, de adueñarse
del lector, de seducirlo, de arrastrarlo, de secuestrarlo, de
«atarlo», como dice Kafka. Una forma de atadura que, por supuesto,
es necesario llevar a cabo contando con la voluntad y la aquiescencia
del otro. No es la fuerza física la que ata: es la fuerza de la
escritura.
El
lenguaje es un lazo poderoso, lo sabemos. Pero para «atar» al otro,
como pretende Kafka, no vale cualquier nudo. Un nudo hecho sin
pasión, sin arte, sin técnica, sin poner en él todo el esfuerzo y
la dedicación necesaria, dejará escapar enseguida al lector, será
incapaz de atrapar su imaginación, de capturar su atención, de
tenerlo varias horas sentado, preso de un libro. En cambio, cuando el
nudo está bien hecho, es firme, y ata de verdad, nunca escaparemos
ya de su poderosa sujeción. Los desvaríos de don Quijote, las
angustias de Madame Bovary, las cavilaciones de Raskolnikov, los
devaneos dublineses de Leopold Bloom… ya no los podemos abandonar
nunca.
No
se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más
entretenidas que hay. No se escribe «para contar historias», aunque
la literatura está llena de historias maravillosas. Se escribe para
«atar» al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para
subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse en él,
para conmoverlo, para conmocionarlo, para conquistarlo. Kafka se negó
a mentir al lector, y su ingenua pregunta es la que se hace todo
verdadero escritor: «¿Será
cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?».
Su
inverosímil correspondencia con Felice Bauer (en los primeros seis
meses le envió cerca de trescientas cartas, a un ritmo de dos, tres
y hasta cuatro cartas diarias) le confirmaría que cuando uno escribe
«con total apertura de cuerpo y alma» la escritura puede realmente
«atar a una muchacha», hasta convertirla en un objeto amoroso en el
que concentrar todas las energías creativas y vitales. La tensión
intelectual y espiritual que domina cada línea de esta
correspondencia tiene la misma capacidad de concentración dramática
y la misma carga simbólica que cualquiera de sus relatos. Kafka
llevó el verdadero poder de la literatura más allá de los límites
y los formatos aceptados. Como lo hizo también en su «Diario»
(iniciado en 1910) donde cada día Kafka era capaz de esbozar el
comienzo de un nuevo relato, de una nueva novela. Prácticamente cada
día.
Uno
de esos comienzos -normalmente abandonados a las pocas líneas- se
prolongó y prolongó una noche de 1912 hasta dar lugar, de
madrugada, a «La condena», una historia de padres e hijos, de
usurpaciones calladas y de condena, de crueldad y de sacrificio, una
historia que nació «llena de suciedades y mucosidades», como si
hubiera sido un verdadero parto, del que brotó una criatura
literaria que incubaba ya en su seno lo esencial del mundo kafkiano:
esa dura e implacable Ley paterna (una Ley que es tanto la Ley
divina, como la Ley del Estado, como la Ley patriarcal) que condena
sin remisión al hijo a morir (ahogado en «La condena», ajusticiado
«como un perro» en El
proceso…).
También
acaba condenado a muerte, a su modo, Gregorio Samsa, el protagonista
de La
metamorfosis,
la inconmensurable fábula de Kafka sobre el destino del hombre
moderno, metamorfoseado en cucaracha, que escribió un mes más
tarde. Samsa muere de consunción, se sacrifica a sí mismo tras
consumarse su rechazo universal: cuando hasta su hermana lo tilda de
«monstruo» y lo condena.
No
es ese, sin embargo, el destino inicial de Karl Rossmann, el
protagonista de El
desaparecido,
la novela de fuste dickensiano que Kafka fue desarrollando en el
curso de estos meses de finales de 1912 a partir de un relato, «El
fogonero», que había escrito previamente. Karl Rossmann sufre una
doble condena y exilio: primero de la casa paterna (los padres lo
envían a América tras haber sido seducido por una criada) y luego
de la casa de su «tío de América» (por incumplir sus leyes no
escritas). Pero, tras muchas desventuras (su trabajo de ascensorista,
su esclavitud al servicio de Brunelda...) el relato quedó
interrumpido precisamente cuando Rossmann parece encontrar en el Gran
Teatro de Oklahoma una esperanza de «salvación», ya que allí
«todos son bienvenidos» y libres. Pero Kafka no llegó a concluir
la novela y a definir su final.
En
su espléndido ensayo novelado de título Kafka
(El Acantilado, 2012), Pietro Citati formula la hipótesis de que la
irrupción de «La condena» y La
metamorfosis
(con el triunfo de la dura Lex condenatoria) impidió a Kafka llegar
al final optimista inicialmente previsto. Y eso parece confirmarse
con el breve apunte de su «Diario», de 1915 (ya en plena carnicería
mundial), en el que Kafka señala que Karl Rossmann, el inocente, es
condenado a muerte como Josef K. (el protagonista de El
proceso),
aunque «con
mano más leve, más bien empujado a un lado que derribado a golpes».
La
metamorfosis
Con
La
metamorfosis
(escrita en 1913 y publicada por primera vez en 1915) Kafka iba a
darnos la radiografía más transparente, más lúcida y más
espantosa de la “transformación” que había sufrido el hombre en
la nueva sociedad. Pero para entenderlo realmente conviene remontarse
a unos años antes.
En
1907 Franz Kafka culmina los estudios de Derecho, para dar cumplida
satisfacción a las abrumadoras exigencias paternas, que aspiraban a
hacer de él un hombre útil para los negocios y para la vida, y
capaz de continuar su éxito comercial. Pero, para nueva decepción
paterna, Kafka se busca un trabajo lejos del negocio familiar,
primero en la “Assecurazione Generali” y a partir de julio de
1908 en la Compañía de Seguros y Accidentes de Trabajo del Reino de
Bohemia. Allí permaneció ininterrumpidamente durante 14 años,
hasta su prematura jubilación, a causa de la tuberculosis, en julio
de 1922.
Ese
puesto, eminentemente burocrático, le dejaba al menos las tardes –y
parte de las noches– libres para escribir, su única razón de ser,
lo único que justificaba su existencia. Escribir se había
convertido ya entonces para él en la única manera de vivir una vida
que, fuera de la escritura, está totalmente secuestrada. Las
exigencias paternas y familiares, los requisitos y las convenciones
sociales, las demandas laborales… todo conforma un edificio de
normas, reglas y exigencias que secuestran la vida, la administran
hasta en sus más mínimos detalles, succionan de ella todo lo vital
para ponerlo a su servicio. Pero no se conforman con ello. Extienden
además una sensación de culpabilidad general para alimentar una
espiral de remordimientos: quien no se amolde completamente a lo que
se le exige, quien no satisfaga todas esas exigencias punto por
punto, quien no cumpla todas esas expectativas (y realmente nadie
puede), es culpable, y merece condena y castigo. Lo que existe en el
mundo moderno no es la presunción de inocencia, sino la presunción
de culpabilidad: uno es culpable si no demuestra lo contrario, ¿y
cómo hacerlo? Joseph K., el protagonista de El
proceso,
una novela crucial de Kafka, muere culpable de un delito que
desconoce.

Pero
antes de llegar ahí, Kafka se detiene en otra estación previa. Como
confiesa en sus Diarios
(iniciados
en 1910), muchos días, su sentimiento de “extrañeza” –su
sensación de ser “un extraño”: alguien que no es propio, a
quien no se le reconoce como propio, sino como algo “ajeno”,
“distinto”– le hacía que, al despertarse de la siesta, se
sintiera como un “escarabajo” tumbado en el canapé de su propia
casa. Su imposibilidad de cumplir los designios paternos y familiares
le había enajenado ya cualquier tipo de convivencia familiar
asumible; las penosas exigencias de un trabajo burocrático y vacío,
sustraían una parte sustancial de las horas útiles de su vida; la
vida social cosificada sólo incrementaba su angustia y su desazón.
Convertido en un “monstruo extraño”, fantasea con serlo
realmente, fantasea con “transformarse” en él. Kafka imagina su
“metamorfosis”.
“Para
el hombre –escribe Kafka en estos años– la vida natural es la
vida humana. Sin embargo, nadie lo ve. Nadie quiere ver ese hecho. La
existencia humana resulta demasiado fatigosa, por lo cual deseamos
desprendernos de ella, por lo menos en la fantasía… Cobijado en el
seno del rebaño, uno desfila por las calles de las ciudades para
asistir al trabajo, al pesebre o a las diversiones. No existen
milagros, sino sólo instrucciones para el uso, folletos y normas.
Uno siente temor ante la libertad y la responsabilidad. Por eso
prefiere morir ahogado tras las rejas levantadas por uno mismo”.
Empujado
por la “extrañeza” –causada por la alienación (en el sentido
plenamente marxista del término)–, Kafka imagina una línea de
fuga: la posibilidad de transformarse en algo no humano para escapar
“de los folletos y las normas” y de “las rejas”. Y de ahí
sale Gregorio Samsa, el protagonista de La
metamorfosis.
Una metáfora fantástica e imaginativamente poderosa de la
alienación humana en las sociedades de capitalismo desarrollado y, a
la vez, el anhelo angustioso de una fuga imposible, por la vía de un
reingreso en la vida natural.
Pero
antes de seguir (o de entrar) en el relato, es necesario –para
valorar en su justeza el texto– calibrar y entender el concepto de
literatura en Kafka. Un concepto –como el propio Kafka– “extraño”
al entendimiento general de la literatura, y más aún al sentido que
ha tomado, en líneas generales, en nuestros días. Ya hemos dicho
que para Kafka la escritura era la única forma de vida posible. La
escritura no es una forma de entretenimiento. En una carta enviada a
Oscar Pollack en 1904, Kafka desnuda al completo su concepto de lo
literario, a propósito de un comentario sobre una biografía de
Dostoievski que acaba de leer. Dice:
“Cuando
se tiene ante los ojos una vida como la de Dostoievski, que se
remonta sin desmayo más y más hasta tales alturas que uno apenas
puede alcanzarla con su catalejo, la conciencia no puede hallar
reposo. Pero es saludable que en la conciencia se abran anchas
heridas, porque así se vuelve más sensible a los remordimientos.
Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le
puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en
el cráneo, entonces ¿para qué leemos? ¿Para que nos haga felices
como tú dices? Dios mío, también seríamos felices precisamente si
no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices, en caso
necesario, podríamos escribirlos nosotros mismos. Lo que necesitamos
son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos
duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos
amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los
bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que
ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro”.
Un
hacha para el mar helado que llevamos dentro. Ese es el concepto
kafkiano de literatura. Para eso escribió. Esa es la “utilidad”
de su literatura. Desde ahí es desde donde se pueden y se deben leer
sus libros.
La
metamorfosis
es
una de esas hachas de Kafka.
Un
todavía joven representante de comercio, que mantiene con su trabajo
a toda su familia (a sus dos padres y a su hermana, a la que sueña
con poderle pagar sus estudios de piano), se despierta un día
habitual de trabajo en su cuarto convertido en un monstruoso insecto.
Reflexiona y piensa aún como el ser humano que fue hasta la víspera,
como Gregorio Samsa, pero su cuerpo, y sus múltiples y móviles y
cortas patas, son las de una horrible cucaracha. De hecho, y si
exceptuamos el colofón final, todo el relato está efectuado desde
la perspectiva de Samsa: vemos lo que él ve, oímos lo que él oye,
sabemos lo que él sabe y cuenta… no disponemos de otra
perspectiva. Kafka no nos la da.
Las
pautadas reflexiones de este “buen hijo” y “buen trabajador”,
que cumple a conciencia sus obligaciones, nos van desnudando paso a
paso los “motivos” ocultos de su metamorfosis. Descubrimos cómo
ha sido utilizado descaradamente por su familia, que vive a su costa
sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que esté
desperdiciando su juventud en un trabajo alienante que, además, lo
mantiene alejado de todo trato con gente de su edad. Tiene, además,
que pagar una antigua deuda del padre, quien en principio parece que
está impedido para trabajar (o así lo creía Gregorio), pero luego
descubrimos no sólo que guarda secretamente cuantiosos ahorros sino
que puede trabajar perfectamente. Y a la “explotación” familiar
se suma la explotación laboral, absolutamente inmisericorde, a pesar
de lo cual no se le tiene la más mínima consideración en la
empresa: pese a su entrega, su dedicación y su esfuerzo, a la
primera falta lo despiden sin contemplaciones. Reducidas a su
verdadera dimensión y a su verdadera naturaleza, las relaciones
familiares, las relaciones laborales y las relaciones sociales se
muestran como lo que son realmente en las sociedades capitalistas:
verdaderas relaciones de explotación y opresión. Y las poderosas
maquinarias que respaldan aquellas relaciones (el Estado, la Familia,
la Costumbre) reducen al explotado y oprimido a una verdadera
condición de insignificante esclavo. Si cede y calla, perecerá
aplastado o vivirá condenado a una mísera existencia, dentro de las
rejas que él mismo se ponga. Si toma conciencia o se resiste (aunque
sea impulsado por el inconsciente) acabará siendo “culpable” y
“deudor”, y “un extraño”, un “monstruo”, un insecto
monstruoso, Gregorio Samsa.
La
“rareza monstruosa” de Gregorio Samsa provoca distintas
reacciones entre los personajes, lo que da pie a una de las
indagaciones más interesantes del relato.
El
padre lo rechaza desde el principio e incluso, con el aislamiento y
creciente decrepitud del hijo, va rejuveneciendo. La madre mantiene
en todo momento su actitud compasiva, pero influenciada por los
demás, va dudando cada vez más de que “eso” sea realmente su
hijo. La hermana, muy unida siempre a él, comienza por hacerse cargo
voluntariosamente de su alimentación, pero conforme comienza a
valerse por sí misma, lo va abandonando y al final se convierte en
la más activa partidaria de su eliminación, al negarle su condición
humana. Ella es la que dictamina que “eso no es Gregorio”,
provocando, simbólica y realmente, su muerte.
Esta
brutal disección de las relaciones familiares enlaza y nos remite a
la famosa
Carta
al Padre
que
Kafka escribió pocos años después y en la que, freudianamente, el
escritor checo aspira simbólicamente a enlazar en una sola figura
los tres focos históricos de Poder: Dios, el Estado y el Padre, la
religión, la sociedad y la familia patriarcal, símbolos esenciales
de la opresión.
A
ellos Kafka añadirá la “explotación económica”. Aunque
siempre se ha sostenido que Kafka vivía enclaustrado en su “torre
de marfil”, en realidad fue (y ha sido) uno de los escasos
escritores contemporáneos que conoció directamente (y no por
referencias) la vida en el interior de las fábricas y tuvo una
relación directa con obreros, a consecuencia de su trabajo. Kafka
sabía muy bien de qué hablaba, y cómo allí se encerraba una nueva
fuente de la esclavitud moderna. Así lo refleja en La
metamorfosis.
Aunque
Kafka se quejó, con razón, del trabajo insípido y burocrático que
tenía que llevar a cabo, casi siempre encerrado en la oficina, éste
sin embargo dejó en él al menos una huella positiva. Los esmerados
y precisos informes burocráticos que tenía que redactar acabaron
por influir de forma decisiva en su estilo literario, que perdió así
los últimos flecos posrománticos, y adquirió la objetividad
precisa y el distanciamiento adecuado para dar a sus narraciones una
poderosa sensación de realidad. El tono de “informe” que a veces
percibimos leyendo La
metamorfosis o
El
proceso o
El
castillo
constituyen
uno de lo mayores logros narrativos de Kafka, y determinan una
precisa adecuación entre lo que cuenta y cómo lo cuenta.
Con
La
metamorfosis
Kafka logró taladrar la falsa fachada de “mundo respetable” que
tenía la sociedad burguesa de su tiempo, y por el enorme boquete se
atrevió a mostrar la verdadera naturaleza de las relaciones en que
se cimentaba. Lo que el lector actual descubrirá –con inquietud,
tal vez con desolación– es que son las mismas de hoy. Kafka lo
escribió hace un siglo. Pero podría haberlo escrito ayer.