Artículo de Manuel Turégano, nuestro editor, publicado en la Revista Barcarola nº 104 de octubre de 2023
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Roberto Bolaño |
Manuel
Turégano
Se
cumplen veinte años de la muerte, en julio de 2003, de Roberto
Bolaño, el gran «detective salvaje» de nuestra literatura.
Cuando
hará unos 25 años comencé a leer no sólo la prosa, arrolladora y
torrencial, de Roberto Bolaño, sino también sus reseñas
literarias, sus breves ensayos, sus columnas de opinión, me llamó
poderosamente la atención, no sólo su juicio acerado y contundente,
no sólo su desenvoltura a la hora de trazar sus filias y fobias
(literarias), sino también su poderosa adjetivación sui
géneris.
En particular, me sorprendió que a algunos autores que se atrevían
a transitar por los caminos menos frecuentados, a algunos libros que
rompían todos los moldes, Bolaño los calificaba como «valientes».
Sorprendido, me preguntaba: ¿qué quiere decir «valiente» en el
terreno de la literatura? ¿Es un adjetivo válido? ¿Tiene algún
significado? De pronto alguien confería un extraño valor literario
a la valentía, pero ¿por qué? ¿Qué relación hay entre valor y
literatura?
Cuando
apareció Entre
paréntesis
(conjunto ordenado de los textos de crítica literaria publicados en
vida por Bolaño, y editados póstumamente por Ignacio Echevarría en
Anagrama), el enigma se aclaró de inmediato. Allí, a grandes
brochazos, pero también de forma certera, y con las grandes dosis de
intuición poética que iluminan toda su escritura, Bolaño ponía
énfasis en su concepto de literatura. Escribir es como descender al
pozo más lóbrego y oscuro de la existencia. Pasar «una temporada
en el infierno», como decía Rimbaud. Es llegar hasta el fondo del
horror, y una vez allí, no cerrar los ojos, no hurtar la mirada, no
darse la vuelta ni salir corriendo, sino tener el valor de mirar y
luego la suerte para conseguir regresar y después la valentía para
contarlo todo. La literatura es un ejercicio de valor, porque es un
ejercicio de riesgo. Sin riesgo no hay literatura, hay
autocomplacencia, hay impostura, hay edulcoramiento, pero no hay
literatura. Sólo los que son capaces de descender hasta los últimos
pozos del horror, mantener allí los ojos abiertos, bien abiertos, y
luego contar lo que han visto realmente, sólo esos son valientes,
sólo esos son escritores, sólo ellos crean verdadera literatura.
En
Los
detectives salvajes,
la obra de 1998 que lo consagró como uno de los grandes escritores
de nuestra época, Bolaño cuenta el naufragio trágico (y patético)
de una generación, la suya, una generación empapada de poesía y
altruismo, de ideales mal entendidos y peor aplicados, de alegría y
generosidad, una generación de jóvenes atrevidos, solidarios y
valientes, «cuyos huesos están enterrados por toda Latinoamérica».
Víctimas del salvajismo militar o de unos líderes, aparentemente
revolucionarios, pero en realidad infames, decenas de miles de ellos
acabaron en tumbas sin nombre o dispersos en mil exilios. Hijos
salvajes e impúdicos de su tiempo, en rebeldía permanente contra
todo, atraídos por la primera vorágine del sexo libre, detectives
incansables de los poemas más secretos, vivieron una odisea, llenos
de euforia y sueños, antes de estrellarse, sin remedio, contra los
terribles arrecifes de la realidad, protagonizando un irremediable
naufragio. No todos murieron en él. Bolaño fue un superviviente de
aquel naufragio y de aquella diáspora. Chileno recriado en México
acabó en las costas españolas. Pero siempre supo que aquello no fue
sólo un exilio, un cambio de continente, una diáspora: fue un
temible naufragio, y nunca apartó sus ojos de él, en todo momento
mantuvo los ojos abiertos, la mirada encendida, las pupilas fijas,
sin retroceder ni ocultarse, sin olvidar ni tergiversarlo, hasta
reunir el valor necesario para contarlo. Y contarlo como fue, como un
torrente vital que nunca encontró un buen cauce, que fue alegre y
confiado al matadero, con una sonrisa en los labios, con versos
siempre dispuestos, con alegría y valor, con ingenuidad y locura,
hasta chocar contra las rocas y hacerse añicos. Un auténtico bateau
ivre.
En
2666,
su gigantesca obra póstuma, Bolaño echa una ojeada, inmisericorde y
visionaria, al pasado, al presente y al futuro, en busca de las
raíces, de los misterios, de los secretos del mal. Del mal absoluto.
De un mal que crece como una hidra y se apodera de todos los huecos
del tiempo, de todos los resquicios del espacio, que, como una
sombra, acecha todos los rincones de la inocencia para cubrirlos con
su velo de horror. Bolaño se apodera del feminicidio de Ciudad
Juárez para erigirlo en el gran monumento contemporáneo del mal.
La
obra entera de Bolaño, dice Ignacio Echevarría, «permanece
suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse». La define,
pues, ese valor, esa valentía, que él siempre buscó como «criterio
de verdad» de la literatura.
Una
búsqueda que terminó por convertirlo, tras su prematura muerte, en
2003, cuando sólo tenía cincuenta años, en un verdadero autor de
referencia. Primero en Hispanoamérica (donde su influjo es ya, hoy
día, más significativo y más determinante que el de los autores
del boom,
sobre todo entre los lectores y escritores más jóvenes), luego en
España (donde tuvo que vencer las numerosas capas de incomprensión
que despierta siempre la literatura de riesgo), asimismo en Europa, y
desde hace unos años también en el mundo anglosajón, sobre todo en
Estados Unidos, donde 2666
llegó a ser considerada por la crítica como la mejor obra literaria
del año. Mucho se ha escrito (y no todo favorablemente) sobre esta
recepción fervorosa en EEUU: ya Ignacio Echevarría alertó en su
momento sobre cómo una parte del establisment
cultural norteamericano estaba procediendo a crear un falso «mito
Bolaño», con la imagen deformada de un «escritor maldito» (adicto
al sexo, las drogas y el alcohol, cosa que no era) y, sobre todo,
«crítico de la revolución», sin duda el aspecto que más les
interesaba resaltar. Cierto que Bolaño era un crítico asiduo (y
certero) de la izquierda latinoamericana de los años 70/80, pero en
absoluto eso era un signo de «conservadurismo», al contrario:
Bolaño también tuvo la valentía de no callar ante los errores (y
aún los crímenes) de la llamada izquierda «revolucionaria». En
eso, como en todo, fue un escritor insobornable.
Nacido
en Chile en 1953 (hace ahora también 70 años) Bolaño emigró junto
a su familia, por razones económicas, a México en 1968. En 1973
volvió efímeramente a Chile para colaborar con la revolución de
Allende, pero tras el golpe de Pinochet fue detenido y se libró por
fortuna de males mayores. A su regreso a México fundó y encabezó,
junto a otros poetas mexicanos e hispanoamericanos, un efímero
movimiento poético de vanguardia (los infrarrealistas), que luego
serviría de inspiración para los «realvisceralistas» de Los
detectives salvajes.
En 1977 dejó México para recalar en Barcelona. Durante casi veinte
años vivió de los oficios más diversos, mientras leía y escribía
incansablemente. Para sobrevivir comenzó a escribir cuentos para
concursos, que ganó y perdió. Con La
literatura nazi en América
y Estrella
distante
se ganó ya cierta reputación como narrador, sobre todo en
Hispanoamérica. Pero sería Los
detectives salvajes
(Premio Herralde de Novela 1998 y Premio Rómulo Gallegos 1999) el
libro que lo consagraría como una de las voces más valiosas del
momento, la más innovadora. Una grave enfermedad hepática mantenía
sobre su vida una permanente espada de Damocles. Así que, en sus
últimos años, escribió contrarreloj y, en cierto modo, a tumba
abierta. Publicaba al ritmo frenético de un libro por año: novelas,
nouvelles,
colecciones de cuentos…, mientras escribía
2666,
que casi terminó.
Tras
su llorada desaparición, en julio de 2003, su amigo y albacea
Ignacio Echevarría llevó adelante la edición literaria de 2666
y del libro de reseñas y ensayos Entre
paréntesis;
y más tarde, del libro de relatos El
secreto del mal
y de su obra poética, reunida en La
Universidad Desconocida.
Años después, se publicaron dos novelas más: El
Tercer Reich
y Los
sinsabores del verdadero policía.
Una exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona,
con motivo del décimo aniversario de su muerte, exibió por primera
vez la parte inmensa de la obra de Bolaño que aún queda por
publicar: 14.000 páginas, entre las que se anunciaban cuatro novelas
inéditas (algunas ya publicadas por Alfaguara), decenas de cuentos y
otras obras fragmentarias y menores, además de cartas personales. Un
verdadero botín que alimenta los sueños y las expectativas de los
numerosos lectores que Bolaño ha convertido ya en adictos a su obra
en el mundo entero.
Estamos
pues aún relativamente lejos de poder calibrar el verdadero valor de
este escritor, del que Vila-Matas dijo en su día con razón que «ha
abierto nuevos caminos, por los que transitará la literatura del
siglo XXI».
El
vigor narrativo y el ritmo a veces estresante de la prosa de Bolaño
se ven siempre compensados por su inagotable fulgor poético y su
honda y, a veces, trágica visión del mundo.
En
ese recorrido el lector descubre la verdad que el propio Bolaño
proclamó en algunas de sus páginas: «que un libro es un laberinto
y un desierto», en donde es fácil perderse y difícil hallar la
salida. Por eso el lector debe ser un «policía», un detective.
Alguien que, tal vez, aprende que «la principal enseñanza de la
literatura es la valentía, una valentía rara, como un pozo de
piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un
torbellino y a un espejo».
Un
torbellino y un espejo: dos palabras que definen muy bien el universo
narrativo del propio Bolaño, sin duda uno de los escritores
esenciales de nuestro tiempo, el creador de uno de los planetas
literarios recientes más valiosos de la literatura en lengua
española.