martes, 17 de marzo de 2015

VOLVER A BUÑUEL

Fue un hombre absoluta y admirablemente libre. Un perfecto anarquista baturro. Basta con mirar a Hollywood para constatar que es hoy uno de los motores esenciales del vigoroso cine latinoamericano


Artículo escrito por Enrique Vila-Matas y publicado por EL PAÍS el 15 de marzo de 2015

Eduardo Estrada
En un cuento de Maupassant hay una frase que a Ford Madox Ford y a Joseph Conrad les encantaba: “Era un caballero con patillas rojas que siempre pasaba el primero por una puerta”. Ford decía: “Ese caballero está tan bien conseguido que no necesitamos saber nada más de él para comprender cómo actúa. Ya está hechoy podemos ponerlo a trabajar de inmediato”.
Hay quien dice que en una novela o en un relato se necesitan muy pocas pinceladas para hacer que un retrato cobre vida. “Era una de esas mujeres que no acaban de cerrar nunca del todo los grifos”. He aquí una greguería de Gómez de la Serna que seguramente podría poner a un personaje en marcha. Hay narradores que realizan un profundo y completo estudio psicológico de alguien, pero a veces sólo consiguen que su héroe, perfectamente bien construido, esté tan vivo y sea tan memorable como otro que en un cuento de segunda fila tiene una aparición fugacísima, pero está igual de bien construido y queda también en nuestra memoria.
Sin duda lo más memorable y más citado de Mi último suspiro —libro de conversaciones de Carrière con Buñuel, libro prodigioso que a muchos nos intriga que a lo largo del tiempo no haya sido leído y celebrado mucho más— es aquella declaración última del cineasta en la que dice que, pese a su odio a la información, le gustaría poder levantarse de entre los muertos cada diez años, llegarse hasta un quiosco y comprar la prensa: “No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Este pasaje es el más citado, pero del libro también es memorable, por ejemplo, la aparición fugaz de ese poeta extraño y magnífico que fue Pedro Garfias; un hombre que, después de nuestra Guerra Civil, tuvo que exiliarse a México y que, según Buñuel, era capaz de pasarse 15 días buscando un adjetivo. Cuando lo veía, Buñuel le preguntaba si había encontrado ya el adjetivo.
—No; sigo buscando— contestaba, alejándose pensativo.
Con cuatro palabras, basándose en la angustia de esa búsqueda metafísica, Buñuel lograba que en Garfias la tragedia del exilio cobrara vida.
Juan Marsé logra algo parecido —en cuanto a síntesis descriptiva— en su breve relato del único día en que vio y saludó a Buñuel. El episodio lo recoge Mientras llega la felicidad, la biografía de Marsé que ha escrito Josep María Cuenca: en el París de 1973, días antes de continuar viaje hacia a México donde acababan de editar Si te dicen que caí, Marsé, que tenía una gran admiración por Buñuel, fue a un cine del Quartier Latin a ver El discreto encanto de laburguesía. Unos días después, ya en México, le llevaron al pase de un documental a la mayor gloria del pintor mexicano Alberto Gironella. Y allí estaba Buñuel, al que Marsé, antes de la proyección del filme, le dijo que en París acababa de ver El discreto encanto…Buñuel se mostró vivamente interesado por el asunto, pero especialmente interesado en saber si había mucha gente viendo la película. “Sí, pero ya sabe cómo son esos cines pequeños del Quartier Latin”, le dijo Marsé. Y Buñuel insistió: “Sí, sí, ¿pero estaba lleno?”. Poco después, ya en la salita de proyección, mientras pasaban el insufrible documental, cuenta Marsé que Buñuel estaba sentado delante de él y que a los pocos minutos de empezar la película se levantó y dijo: “¡Pero cómo me duele la barriga! Me duele mucho la barriga”. Y se fue. Como el rayo. Y Marsé pensó: “Este tío es un sabio. Fantástico”. Nunca más lo volvió a ver.
“Sí, sí, ¿pero estaba lleno?”. De algo aparentemente lateral, Buñuel podía sacar oro. Porque para mí no hay ahí en esa pregunta sólo un saludable afán de llenar una sala (al fin y al cabo, el cine ha de atraer la atención del máximo público posible; la sala vacía, el camino contrario, tendrá su prestigio, pero es ridículo y frustrante), sino también la idea de quebrar la monotonía que puede haber en un saludo y sus convenciones y, sobre todo la idea de tirar de un inesperado hilo, del primero que uno encuentra, y con esa obsesión, que puede empezar pareciendo fuera de lugar y lateral, acabar llegando muy lejos, incluso a llenar las salas del mundo entero.
En Mi último suspiro esa forma de tirar del hilo menos pensado es continua. Una gran fiesta. Y ahora una pregunta: ¿se nota que, imitando a la Orden de Toledo que fundara Buñuel, he creado recientemente una orden, cuyo máximo objetivo en la Tierra es lograr que, aun no siendo una novedad, se llenen de nuevo las librerías de todo el mundo con ejemplares de Mi último suspiro?
Bueno, respiro, y sigo. En el libro no hay lugar para el tedio porque un finísimo hilo lo está quebrando siempre. Habla Buñuel, por ejemplo, del pedantismo de las jergas literarias, fenómeno típicamente parisiense que causa estragos, cuando se acuerda del joven intelectual mexicano que conoció en una escuela de cine de D. F. y de quien, al preguntarle qué enseñaba, recibió esta respuesta:
—La semiología de la imagen clónica.
Lo hubiera matado, dice Buñuel.
Y a continuación —tirando del hilo del crimen— da otro salto en la conversación y añade a bote pronto lo siguiente: detesta a muerte a Steinbeck. Le habría matado, dice, a causa de un artículo en el que contaba —seriamente— que había visto a un niño francés pasar ante el palacio del Elíseo con una barra de pan en la mano y presentar armas con ella a los centinelas: “Steinbeck encontraba este gestoconmovedor. Pero, ¿cómo se puede tener tan poca vergüenza? Steinbeck no sería nada sin los cañones americanos. Y meto en el mismo saco a Dos Passos y Hemingway. ¿Quién les leería si hubiesen nacido en Paraguay o en Turquía? Es el poderío de un país lo que decide sobre los grandes escritores…”.
Ahí está ya el Buñuel de la segunda parte del retrato de Marsé, el hombre absoluta y admirablemente libre. El mismo que huye con dolor de barriga de una salita de cine. Un perfecto anarquista baturro. El mismo hombre libre que nos narra en Mi último suspirosu última aventura en Hollywood: habiendo sido nominado para los Oscar, le visitaron cuatro periodistas mexicanos amigos y le preguntaron si creía que ganaría. Estoy convencido, les dijo, ya he pagado los veinticinco mil dólares que me han pedido, y los norteamericanos tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.
Cuatro días después, los periódicos mexicanos anunciaban que había comprado el Oscar por veinticinco mil dólares. Escándalo en Los Ángeles. El productor Silberman no podía estar más molesto con Buñuel. Pero tres semanas después la película obtenía el Oscar, lo que le permitió insistir en su idea:
—Los americanos tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.
Lean o simplemente regresen a Mi último suspiro ahora que lo he comprado por veinticinco mil dólares, ahora que es evidente la incidencia cada vez más acusada de Buñuel en el cine actual, pues basta con mirar a Hollywood y hacia el oscarizado Alejandro González Iñárritu, su discípulo aventajado, o bien constatar cómo Buñuel es hoy uno de los motores esenciales del vigoroso cine latinoamericano de este siglo, o bien recordar su influencia en el curioso Magical Girl, de Carlos Vermut, o escucharle decir al coreano Bong Joon-ho a la entrada de un cementerio: “Buñuel, por favor, no hay otro como él”.

De ese cementerio debe de estar escapándose ahora Buñuel para llegarse hasta un quiosco y comprar la prensa y leer que el relanzamiento de Mi último suspiro llena salas enteras del Quartier Latin de París.

martes, 10 de marzo de 2015

ALEJANDRO ZAMBRA

"El libro surge cuando el plan fracasa"

El escritor chileno publica Facsímil (Sexto Piso)

Entrevista  de Alberto Gordo publicada en El Cultural (El Mundo) el 02/03/2015



Alejandro Zambra. Foto: Domenec Umbert



Es imposible decir qué clase de libro es Facsímil (Sexto Piso) de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975). Ya ocurría con algunas de sus anteriores obras (Mis documentos, Bonsái), pero aquí la propuesta es, si cabe, y como él mismo reconoce en la entrevista que sigue, aún más radical. "Fácsimil quiere apartarse de la sombra protectora de la literatura", nos dice. El esqueleto es el de la Prueba de Aptitud Verbal que se aplicó en las universidades de Chile entre 1967 y 2002. Zambra plantea los ejercicios (distintos tests sobre organización e interpretación de textos, sobre planes de redacción, el uso de ilativos, comprensión lectora, etcétera) y, a partir de ahí, establece un juego ("parodia y luego parodias de mis parodias") que, sin embargo, y esto se nota enseguida, no se queda ni mucho menos en el artificio. 

Pregunta.- ¿Se le ocurrió este libro -como podría parecer- mientras usted mismo se veía en el trance de superar la Prueba de Aptitud Verbal?
Respuesta.- No, si yo esa prueba la di hace mucho tiempo, veinte años atrás... A los dieciocho escribía poemas cortos, máximo de una plana. Escribir novelas, no. ¡Mucho rato sentado!

P.- De su anterior novela dijo que había supuesto "un buceo largo, introspectivo, múltiple y complejísimo". ¿Diría lo mismo de este libro o se trata de algo tan distinto que el proceso de creación cambia radicalmente?
R.- Suena pretencioso eso que dije, pero sí, diría lo mismo. Quizás falta agregar el gozo. Escribir siempre es un proceso radical, complejo y placentero. Yo boceteo mucho. A veces tengo planes, otras no. Pienso que el libro surge cuando el plan fracasa. Cuando ya no puedes imaginar el libro y por eso tienes que escribirlo, porque ya no es una idea, un "contenido" obediente y comunicable. La idea se desmorona y ya no existe sino como tensión, como indicio de búsqueda. En relación a Facsímil, estaba escribiendo un relato más convencional, pero en el camino surgió la alegría de la parodia, y el proyecto avanzó en varias direcciones. Pasaba días enteros escribiendo parodias y luego parodias de mis parodias... Un amigo que leyó esos ejercicios me dijo que era como si el autor de la prueba se hubiera vuelto loco. 

P.- En el libro hay una comunicación mayor con la poesía que con la novela, me parece: ¿es así? ¿Qué papel juega la poesía, la lírica en su obra?
R.- Yo también pienso eso, pero no diría que Facsímil es poesía ni novela ni un libro de relatos. No quisiera marcar su recepción. Crecí leyendo poesía chilena, de ahí vengo, para bien o para mal. Sigue siendo la literatura que mejor conozco, la que más disfruto y la que más me interpela y duele, por así decirlo. La que más me importa. 

P.- ¿Y el humor? ¿Entiende que es necesario hasta para expresar lo más grave?
R.- Para mí sí, en todas sus formas, partiendo de esa distancia leve, casi imperceptible, que nos permite trascender el desahogo. Pienso en esa película de ustedes, que acá casi nadie conoce, Amanece que no es poco, tan divertida y al mismo tiempo tan amarga y desoladora. Qué complicación si se te para el corazón. 

P.- En un momento de la segunda parte, tras presentar varias historias que pueden contarse de distinto modo, de repente hay dos que solo pueden ser contadas de una manera. ¿Hay historias que no admiten variaciones, que solo pueden contarse de una forma?
R.- No creo. Escribir es olvidarse del plan de redacción. El estilo siempre desobedece las reglas. Pero a veces preferiríamos eso, es un deseo melancólico y turbulento. Y otras veces quisiéramos imaginar otras formas de contar las historias y nos encontramos de frente con los propios prejuicios, o con la barrera de lo expresable. Y ahí viene la poesía, como último recurso, como genuina resistencia. 

P.- Reflexiona sobre la interpretación de los textos, de las historias, como en el caso de los gemelos Covarrubias, del que se deduce que nada es blanco o negro, que todo tiene matices y se presta a interpretaciones. ¿No es eso la literatura?
R.- Sí, yo pienso que la literatura siempre muestra alguna clase de complejidad y que siempre enfrenta alguna imposibilidad. No formula soluciones sino preguntas. No abogaría por el relativismo, es más complejo que eso. Es el deseo de multiplicarse enfrentado al deseo de tener un solo rostro. Por eso nunca me gustaron los libros afirmativos, donde alguien se glorifica, se salva solo. Creo que hay que mirarse y cuestionarse y hacerse pedazos y hundirse con los demás, en el mismo barco. 

P.- ¿Se podría decir que la vida es tan compleja que "todas las respuestas son verdaderas"? 
R.- Pienso que Facsímil es un libro contra la ilusión de una respuesta única. Y sobre el deseo de esa respuesta, el deseo ingenuo o visceral de una verdad. Quieren que aprendamos el plan de redacción, la forma única y correcta de hablar, de escribir, de usar los cubiertos en la mesa. Algunos obedecen, otros desobedecen, otros creen que desobedecen pero luego transmiten y avalan el mismo autoritarismo, el mismo dogmatismo que rechazaron. Pienso que escribir es desprogramarse. Descubrir hasta qué punto fuimos escritos y salirse de ese libro y empezar otro.

P.- Uno de los aspectos importantes de este libro es la reflexión que alberga sobre la propia escritura. ¿Crees, como se suele decir, que toda novela es en sí misma una reflexión sobre su creación?
R.- Sí. Me gusta esa idea. Pero no es una reflexión que se agote en la literatura, sobre todo en este caso. Yo veo Facsímil como un libro desprotegido, a la intemperie, apartado de la sombra protectora de la literatura. No tengo claro cómo puede leerse fuera de Chile. Esa prueba era como un género literario que aprendías o intentabas entender. Hay mucha gente en Chile que jamás se interesó por descifrar los mecanismos de la poesía o de la novela, pero que sí trató de entender esos ejercicios, pillarles la trampa, con un objetivo no estético sino del todo práctico: que te fuera bien en la prueba, entrar a la universidad, ojalá conseguir una beca que te permitiera no endeudarte de por vida para pagar el arancel. Muchos chilenos que no leen literatura o que se aburren, por ejemplo, con las convenciones de la novela realista, o que no podrían reconocer un endecasílabo, están, sin embargo, "preparados" para leer este libro. Esa dimensión que sale de lo literario siempre me interesó. 

P.- Está un tema que ya ha tratado en libros anteriores: la dictadura chilena. En una entrevista dijo que era un ámbito de la historia descuidado por los narradores de su generación. ¿Ha cambiado esto? (aquí estoy pensando en La resta, de Alia Trabucco, que acaba de salir en España y gira, como sabrás, en torno a los muertos que dejó la dictadura).
R.- Aún no leo el libro de Alia Trabucco, tengo muchas ganas. Creo que había demasiado pudor y eso ha ido cambiando. En los últimos años se han publicado obras valiosas sobre la experiencia de mi generación, pero no las entiendo como libros "temáticos", sino como explosiones inevitables, personales, por eso mismo importantes. Creo que cada cual, de la generación que sea, debe escribir lo que quiera escribir, lo que no pueda evitar escribir. No hay temas preestablecidos ni obligatorios. Supongo que si escribiera algo ambientado en la Edad Media o un poema de amor, igual latiría ahí una imagen de Chile. Pero no creo en la escritura regida por temas o por ideas cerradas del estilo. 

P.- Existe el dicho de "hablando se entiendo la gente", pero en su libro, por momentos, parece decirse también: "Mintiendo se entiende la gente". ¿Es la mentira o el fingimiento necesario para la convivencia?
R.- Cultivamos la ilusión de un diálogo, un simulacro de comunidad. Tengo la impresión de que en todos mis libros aparece la impostura, al menos desde Bonsái en adelante. Las grandes mentiras, consagradas y espoleadas por el sistema entero, y las mentiras mínimas y privadas, con frecuencia innecesarias y por eso decisivas, con las que apuramos una identidad. El amor al maquillaje. 

P.- En alguno de los ejercicios reflexiona sobre la universidad, a la que ya no se va a pensar. "A ustedes no los educaron, los entrenaron", dice un personaje. ¿Es ese el principal problema de nuestra universidad, que tan solo está concebida como un entrenamiento para el mercado laboral?
R.- Yo pienso que sí, desde la primera infancia en adelante. Eso es lo que hay que cambiar. Si cambiara eso, cambiaría todo.