lunes, 26 de febrero de 2024

"DOS NOVELAS DE LA TRANSICIÓN" PARA LEER A RAFAEL SOLER HOY. EDUARDO ALMIÑANA


Artículo publicado en Cultur Plaza, el 12-02-2024


Foto de Emilio Villota


Contrabando edita estas dos novelas del escritor y crítico valenciano que vieron la luz hace cuatro décadas y desde entonces conservan ese halo de novísima calidad


12/02/2024  VALÈNCIA.

   ¿Es posible que a medida que la realidad se vuelve más y más compleja, la manera que tenemos de reflejarla se haya ido simplificando eliminando poco a poco lo que no es meramente funcional? En el territorio de lo gráfico no es una pregunta desconocida, de hecho es un asunto sobre el que se opina y se debate con asiduidad actualmente. El ejemplo habitual son los logos de compañías e instituciones, que han ido prescindiendo de los detalles, uniformizándose y dejándose por el camino, precisamente, la identidad, en aras de facilitar el trabajo de los programadores —según la crítica de muchos diseñadores—. La omnipresente tecnología digital requiere elementos corporativos que encajen con las interfaces de una app o del sistema operativo de un smartphone. Lejos, lejísimos, quedan las ilustraciones newtonianas de Apple, pero también los escudos de equipos o federaciones de diferentes deportes. En general, esto es algo difícil de digerir por la mayoría de aficionados: un escudo tiene mucho de emocional, y si transformarlo ya es delicado, despojarlo de lo que se percibe como bonito para reducirlo a la mínima expresión, es como mínimo un sacrilegio. Sin duda son muchos los logos y escudos que ganan en el proceso, pero no todos, y lo que es indudable también es que unos y otros se asimilan al caer más y más hondo en la dimensión de lo minimalista. Este fenómeno, por supuesto, no es exclusivo de lo gráfico. En la literatura —y casi seguro en la música y en el audiovisual también— la inercia algorítmica y la búsqueda de la satisfacción inmediata que ofrece el like empujan a replicar las fórmulas que se consideran de éxito, que siempre tienen que ser aptas para el umbral de atención que moldea la última red social de moda.


   En la era de TikTok, ese umbral se alcanza en muy pocos segundos. Semejante panorama, es fácil de imaginar, no es amigo de la profundidad, y lo peor de todo es que el ritmo inhumano trasciende a la red social e intoxica incluso a quienes nunca se han abierto una cuenta en ella, como el humo del tabaco a los no fumadores. Son legión ya los tiktokeros pasivos. Por supuesto, simple no es lo mismo que simplón, pero ni todos los libros o textos son literatura ni la literatura es lo mismo que eso a lo que llamamos storytelling, que es narrativa pero enfocada siempre a vender. A la literatura se le exige un brillo auténtico que no se le exige a un copy, por muy resultón que este pretenda ser. A quienes celebran el brillo de la personalidad y la complejidad, hace muy felices encontrar lecturas estimulantes. Lecturas como el volumen que edita Contrabando para publicar dos novelas del crítico y escritor valenciano Rafael Soler, un tipo imponente en todos los sentidos. Estas novelas son El grito (1979) y El corazón del lobo (1982). El título del volumen, Dos novelas de la Transición, apela al periodo histórico en que estas historias vieron la luz, dos historias que comparten ruptura amorosa y un tremendo estilo —ahora iremos a esto—, y en ese periodo, las transiciones se produjeron en distintos planos: el sistémico-político y el cultural-relacional (no exclusivamente). Si ahora se le quiere llamar poesía a cualquier cosa, entonces Soler escribía esto página sí, página también: “Había resultado sencillo, tan natural y por sus pasos que luego, tumbado de madrugada en el hotel, Alberto hizo recuento, y repitió en voz alta que sí, carajo, estas cosas pasan, y apuró el último güisquito, perdido ya en la bruma confortable del alcohol, a solas con su día interminable, absurdamente duro y sin embargo, en el momento justo, cuando algo rondaba por dentro ‘eres un imbécil, qué haces aquí', descubrió el luminoso que anunciaba compañía, pasó, compuso una sonrisa ligeramente ambigua, escuchó sin una queja la música vulgar y repetida hasta la náusea, tropezó educadamente con los divanes en penumbra donde se arrullaban otros náufragos, enemigos de quién si era solamente lunes santo, veni, Creator; esperó su turno para probar de nuevo la pócima que todo lo puede, flato, somnolencia, acidez, tosió, ‘dios, qué pinto aquí’, soportó con entereza el envite de alguna descarriada, solísima también en la alta noche amenazante, cambió de postura, vigiló los hilos de su cara y entonces ocurrió, llegó lo inesperado, el vuelco súbito y un creciente galope por las venas, así, tan de repente, ‘bailas’?”.

   Casi nada. Hay algo intenso y beatnik en esta forma de narrar que nos descuelga por la hoja, que nos desliza sobre las palabras en un viaje por la situación que es poético, canalla, sensible: Soler hace gala de una técnica sensacional, sabe lo que quiere decir y sabe exactamente cómo decirlo. La sensación, en concreto, es la de unos textos que fluyen orgánicos pero también bajo control. En los años en que Rafael Soler escribía esto, el país transicionaba de una dictadura a una joven y vulnerable democracia. Culturalmente España transicionaba de la restricción a la libertad, y es de suponer que el autor, efervescente en lo literario y probablemente en lo vital, cogía la ola creativa, que no es sino otra forma de transición, la de lo que no existe todavía y por oficio y arte se materializa, como esas partículas elementales que existen en forma de nube de posibilidades hasta que la observación hace colapsar lo que era un futuro virtual. La literatura, así, es transición, y se dice —a eso apuntan nuevas teorías disruptoras del paradigma— que quizás las cosas —un árbol, un ser querido, nosotros mismos— no sean cosas continuas e inamovibles sino sucesiones de eventos. Si se piensa, tiene mucho sentido: ahora mismo soy una combinación de configuraciones, y en el instante inmediatamente posterior he transicionado a la combinación que constituye a quien escribe esto, justo esto. La idea es inquietante y hermosa, energética y fluida, como estas dos obras de Rafael Soler.

domingo, 4 de febrero de 2024

PRÓLOGO DE ENRIQUE VILA-MATAS PARA "MUNDO ANCLADO" DE ALEJANDRO ESPINOSA FUENTES

 LO DESATENDIDO



Estaba escribiendo para mi nuevo libro sobre lo minúsculo, adjetivo que remite al mismo Robert Walser, mi héroe, mi Sandokán (como lo llamó Christopher Domínguez Michael), el paseante que iluminaba lo pequeño, lo desatendido, y que dedicó una prosa bellísima a un humilde botón.

Lo desatendido. He aquí el concepto que me esperaba camuflado en la frase que acababa de escribir para mi novela. De pronto, hará unos momentos, lo desatendido lo he conectado con Mundo anclado
(editorial Contrabando) la novela del mexicano  Alejandro Espinosa Fuentes que acabé de leer ayer y me impresionó, no solo por los 32 años que tiene el autor (que eso pronto ya será una anécdota), sino por la seriedad y grandeza, rigurosidad de su proyecto: su viaje al centro de la literatura.

Para un viaje de este tipo en busca del centro de la literatura, el convulso país de México, tan maravilloso como horrible, viene siendo desde hace décadas un país ideal. Porque el centro de la compleja novela de Espinosa Fuentes, así como el del gran laberinto de la soledad que es este país, pasa, entre otros, por dos grandes, grandísimos autores, Juan Rulfo y Daniel Sada, y tiene un nombre: la muerte. Ese es el centro, como no podría ser de otra forma.

Aunque es obvio que en Mundo anclado la estructura del Roberto Bolaño de Los detectives salvajes parece estar muy presente, yo, a medida que avanzaba por el fascinante y único, inigualable Diccionario de piedras de Pedro Vallejo (que es uno de los personajes más memorables del libro) me iba sintiendo comunicado con el buen amigo, con el humilde y muy inteligente amigo, el imponente Daniel Sada de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, la novela que mejor ha abordado el carácter de indecible de la profunda verdad que muestra y esconde a la vez, en su mismo centro, México.

¿Qué se puede decir de lo indecible? Que lo indecible define México de un solo pincelazo y también define lo que podría llegarse a decir de la novela de Espinosa Fuentes, sino fuera porque eso la dejaría más desatendida de lo que por ahora ha estado y que estas líneas tratan de reparar. Porque he sabido que tanto la noción general de México, como lo indecible que se encierra en Mundo anclado, tienen algo de correlato expresivo de un “excedente de sentido” que, al establecer nuevos límites dentro de un universo discursivo, convierte los límites en umbrales de nuevas realidades. Por ahí va Mundo anclado, por las nuevas realidades de piedra volcánica de la literatura.

Su autor –salta a la vista– es lo que se entiende por un narrador nato. He podido saber por el propio Espinosa Fuentes, que Villa-Coapa es un barrio de la ciudad de México “sin el menor encanto literario”, la esquina este de Coyoacán. Ahí el narrador, que habría sido narrador en cualquier lugar donde hubiera nacido, vivió respirando aire de Coapa veinticinco años, hasta que decidió buscar la línea del horizonte, a la que otros llaman Futuro.
Alejandro Espinosa Fuentes

A veces imagino que antes de largarse de Coapa, descubrió, sentado en una banca frente a la iglesia de la Conchita, en qué consistía una impostura. Tras haber leído su Mundo anclado, doy por sentado (en la banca de la Conchita; perdón, todos sabemos que a Dios le gustan las bromas) que ya sabe sobradamente que el tema de la identidad imposible, hayas o no nacido en Coapa, es por decirlo así, una de las grandes secuencias de la literatura contemporánea y que es un motivo literario usual, aunque no todo el mundo lo utiliza como Espinosa Fuentes que convierte ese motivo en el motivo mismo de lo que narra Mundo anclado, porque a mí me parece que ahí se cuenta, a través de unas cuantas almas perdidas –la de Pedro Vallejo mucho más orientada– un viaje hasta el fin del mundo para preguntarse por el  motivo mismo de la literatura, el lugar del escritor en el seno del curso literario.

A veces también imagino que antes de largarse (esto me recuerda una frase de Joyce que inventé como epígrafe de Fuera de aquí: “Pase lo que pase, lo correcto es largarse”), oyó en el fin del mundo, como escuchara su personaje Mélida Areúsa, el eco ignorado de la voz de su padre pidiéndole que le prestara atención, que atendiera a lo que, desde el olvido, quería decirle y que era bien sencillo, aunque no llegó a expresarlo, tal vez quiso dar la palabra y el futuro al autor de Mundo anclado.


Enrique Vila-Matas

Barcelona, enero 2024

[Mundo anclado, en su edición mexicana, llevará de prólogo este artículo que ha sido publicado el 30/01/24 en la revista NEXOS mexicana.
De haber una segunda edición en España, en la editorial Contrabando, es probable que este texto se publicará allí como prólogo.]

Texto publicado en la web de Vila-Matas: 
http://enriquevilamatas.com/textos/textlodesatendido.html










viernes, 5 de enero de 2024

EL VALOR DE BOLAÑO

Artículo de Manuel Turégano, nuestro editor, publicado en la Revista Barcarola nº 104 de octubre de 2023


Roberto Bolaño


Manuel Turégano

Se cumplen veinte años de la muerte, en julio de 2003, de Roberto Bolaño, el gran «detective salvaje» de nuestra literatura.

Cuando hará unos 25 años comencé a leer no sólo la prosa, arrolladora y torrencial, de Roberto Bolaño, sino también sus reseñas literarias, sus breves ensayos, sus columnas de opinión, me llamó poderosamente la atención, no sólo su juicio acerado y contundente, no sólo su desenvoltura a la hora de trazar sus filias y fobias (literarias), sino también su poderosa adjetivación sui géneris. En particular, me sorprendió que a algunos autores que se atrevían a transitar por los caminos menos frecuentados, a algunos libros que rompían todos los moldes, Bolaño los calificaba como «valientes». Sorprendido, me preguntaba: ¿qué quiere decir «valiente» en el terreno de la literatura? ¿Es un adjetivo válido? ¿Tiene algún significado? De pronto alguien confería un extraño valor literario a la valentía, pero ¿por qué? ¿Qué relación hay entre valor y literatura?

Cuando apareció Entre paréntesis (conjunto ordenado de los textos de crítica literaria publicados en vida por Bolaño, y editados póstumamente por Ignacio Echevarría en Anagrama), el enigma se aclaró de inmediato. Allí, a grandes brochazos, pero también de forma certera, y con las grandes dosis de intuición poética que iluminan toda su escritura, Bolaño ponía énfasis en su concepto de literatura. Escribir es como descender al pozo más lóbrego y oscuro de la existencia. Pasar «una temporada en el infierno», como decía Rimbaud. Es llegar hasta el fondo del horror, y una vez allí, no cerrar los ojos, no hurtar la mirada, no darse la vuelta ni salir corriendo, sino tener el valor de mirar y luego la suerte para conseguir regresar y después la valentía para contarlo todo. La literatura es un ejercicio de valor, porque es un ejercicio de riesgo. Sin riesgo no hay literatura, hay autocomplacencia, hay impostura, hay edulcoramiento, pero no hay literatura. Sólo los que son capaces de descender hasta los últimos pozos del horror, mantener allí los ojos abiertos, bien abiertos, y luego contar lo que han visto realmente, sólo esos son valientes, sólo esos son escritores, sólo ellos crean verdadera literatura.

En Los detectives salvajes, la obra de 1998 que lo consagró como uno de los grandes escritores de nuestra época, Bolaño cuenta el naufragio trágico (y patético) de una generación, la suya, una generación empapada de poesía y altruismo, de ideales mal entendidos y peor aplicados, de alegría y generosidad, una generación de jóvenes atrevidos, solidarios y valientes, «cuyos huesos están enterrados por toda Latinoamérica». Víctimas del salvajismo militar o de unos líderes, aparentemente revolucionarios, pero en realidad infames, decenas de miles de ellos acabaron en tumbas sin nombre o dispersos en mil exilios. Hijos salvajes e impúdicos de su tiempo, en rebeldía permanente contra todo, atraídos por la primera vorágine del sexo libre, detectives incansables de los poemas más secretos, vivieron una odisea, llenos de euforia y sueños, antes de estrellarse, sin remedio, contra los terribles arrecifes de la realidad, protagonizando un irremediable naufragio. No todos murieron en él. Bolaño fue un superviviente de aquel naufragio y de aquella diáspora. Chileno recriado en México acabó en las costas españolas. Pero siempre supo que aquello no fue sólo un exilio, un cambio de continente, una diáspora: fue un temible naufragio, y nunca apartó sus ojos de él, en todo momento mantuvo los ojos abiertos, la mirada encendida, las pupilas fijas, sin retroceder ni ocultarse, sin olvidar ni tergiversarlo, hasta reunir el valor necesario para contarlo. Y contarlo como fue, como un torrente vital que nunca encontró un buen cauce, que fue alegre y confiado al matadero, con una sonrisa en los labios, con versos siempre dispuestos, con alegría y valor, con ingenuidad y locura, hasta chocar contra las rocas y hacerse añicos. Un auténtico bateau ivre.

En 2666, su gigantesca obra póstuma, Bolaño echa una ojeada, inmisericorde y visionaria, al pasado, al presente y al futuro, en busca de las raíces, de los misterios, de los secretos del mal. Del mal absoluto. De un mal que crece como una hidra y se apodera de todos los huecos del tiempo, de todos los resquicios del espacio, que, como una sombra, acecha todos los rincones de la inocencia para cubrirlos con su velo de horror. Bolaño se apodera del feminicidio de Ciudad Juárez para erigirlo en el gran monumento contemporáneo del mal.

La obra entera de Bolaño, dice Ignacio Echevarría, «permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse». La define, pues, ese valor, esa valentía, que él siempre buscó como «criterio de verdad» de la literatura.

Una búsqueda que terminó por convertirlo, tras su prematura muerte, en 2003, cuando sólo tenía cincuenta años, en un verdadero autor de referencia. Primero en Hispanoamérica (donde su influjo es ya, hoy día, más significativo y más determinante que el de los autores del boom, sobre todo entre los lectores y escritores más jóvenes), luego en España (donde tuvo que vencer las numerosas capas de incomprensión que despierta siempre la literatura de riesgo), asimismo en Europa, y desde hace unos años también en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, donde 2666 llegó a ser considerada por la crítica como la mejor obra literaria del año. Mucho se ha escrito (y no todo favorablemente) sobre esta recepción fervorosa en EEUU: ya Ignacio Echevarría alertó en su momento sobre cómo una parte del establisment cultural norteamericano estaba procediendo a crear un falso «mito Bolaño», con la imagen deformada de un «escritor maldito» (adicto al sexo, las drogas y el alcohol, cosa que no era) y, sobre todo, «crítico de la revolución», sin duda el aspecto que más les interesaba resaltar. Cierto que Bolaño era un crítico asiduo (y certero) de la izquierda latinoamericana de los años 70/80, pero en absoluto eso era un signo de «conservadurismo», al contrario: Bolaño también tuvo la valentía de no callar ante los errores (y aún los crímenes) de la llamada izquierda «revolucionaria». En eso, como en todo, fue un escritor insobornable.

Nacido en Chile en 1953 (hace ahora también 70 años) Bolaño emigró junto a su familia, por razones económicas, a México en 1968. En 1973 volvió efímeramente a Chile para colaborar con la revolución de Allende, pero tras el golpe de Pinochet fue detenido y se libró por fortuna de males mayores. A su regreso a México fundó y encabezó, junto a otros poetas mexicanos e hispanoamericanos, un efímero movimiento poético de vanguardia (los infrarrealistas), que luego serviría de inspiración para los «realvisceralistas» de Los detectives salvajes. En 1977 dejó México para recalar en Barcelona. Durante casi veinte años vivió de los oficios más diversos, mientras leía y escribía incansablemente. Para sobrevivir comenzó a escribir cuentos para concursos, que ganó y perdió. Con La literatura nazi en América y Estrella distante se ganó ya cierta reputación como narrador, sobre todo en Hispanoamérica. Pero sería Los detectives salvajes (Premio Herralde de Novela 1998 y Premio Rómulo Gallegos 1999) el libro que lo consagraría como una de las voces más valiosas del momento, la más innovadora. Una grave enfermedad hepática mantenía sobre su vida una permanente espada de Damocles. Así que, en sus últimos años, escribió contrarreloj y, en cierto modo, a tumba abierta. Publicaba al ritmo frenético de un libro por año: novelas, nouvelles, colecciones de cuentos…, mientras escribía 2666, que casi terminó.

Tras su llorada desaparición, en julio de 2003, su amigo y albacea Ignacio Echevarría llevó adelante la edición literaria de 2666 y del libro de reseñas y ensayos Entre paréntesis; y más tarde, del libro de relatos El secreto del mal y de su obra poética, reunida en La Universidad Desconocida. Años después, se publicaron dos novelas más: El Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía. Una exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, con motivo del décimo aniversario de su muerte, exibió por primera vez la parte inmensa de la obra de Bolaño que aún queda por publicar: 14.000 páginas, entre las que se anunciaban cuatro novelas inéditas (algunas ya publicadas por Alfaguara), decenas de cuentos y otras obras fragmentarias y menores, además de cartas personales. Un verdadero botín que alimenta los sueños y las expectativas de los numerosos lectores que Bolaño ha convertido ya en adictos a su obra en el mundo entero.

Estamos pues aún relativamente lejos de poder calibrar el verdadero valor de este escritor, del que Vila-Matas dijo en su día con razón que «ha abierto nuevos caminos, por los que transitará la literatura del siglo XXI».

El vigor narrativo y el ritmo a veces estresante de la prosa de Bolaño se ven siempre compensados por su inagotable fulgor poético y su honda y, a veces, trágica visión del mundo.

En ese recorrido el lector descubre la verdad que el propio Bolaño proclamó en algunas de sus páginas: «que un libro es un laberinto y un desierto», en donde es fácil perderse y difícil hallar la salida. Por eso el lector debe ser un «policía», un detective. Alguien que, tal vez, aprende que «la principal enseñanza de la literatura es la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo».

Un torbellino y un espejo: dos palabras que definen muy bien el universo narrativo del propio Bolaño, sin duda uno de los escritores esenciales de nuestro tiempo, el creador de uno de los planetas literarios recientes más valiosos de la literatura en lengua española.



jueves, 4 de enero de 2024

MUNDO ANCLADO

 

Reproducimos aquí la magnífica reseña que el escritor Enrique Carro

publicó en su blog el 31 de octubre de 2023  


Nuestro mundo anclado


Reseña de Mundo anclado (Contrabando, 2023) del escritor mexicano Alejandro Espinosa Fuentes



Las piedras rodando se encuentran.
El Trìptico “Extracción de las piedras de la locura”. El Bosco


   En el último viaje que hice a Lima, fui a pasear a la San Marcos, universidad en la que estudié Filosofía entre el dos mil cuatro y el dos mil nueve. Antes de entrar al edificio de Letras di una vuelta por el parque de Tubos, una explanada de gras y arbustos entre la facultad y el estadio en la que pasé la mayor parte del tiempo cuando era estudiante. El parque estaba plagado de botellas de ron vacías, latas de Pilsen aplastadas y cajas de vino Gato Negro, y mientras pateaba las botellas, las bolsas de plástico y las colillas mojadas, recordé con nostalgia esos años, que Julián Segovia, personaje con el que arranca la última novela de Alejandro Espinosa Fuentes, Mundo anclado (Contrabando, 2023), llamaría «mi juventud».

Presentación de Mundo anclado en la librería Alibri, Barcelona.
Foto con el autor, Alejandro Espinosa Fuentes (2023)


    En la novela, el equivalente al parque de Tubos es el Rocabar, unas escaleras construidas con la finalidad de trasladar los libros de la Imprenta Universitaria a la Biblioteca Central y que se convirtió con el tiempo en el refugio legendario de los borrachos de la UNAM. Allí es donde Julián invita a tomar una cerveza a la musa abstemia y feminista de la historia, Mélida Areúsa, y allí es donde le presenta al poeta Cuautli y al sabio estudiante de Letras Francesas, Pedro Vallejo. El quinto personaje de esta novela es Jenny, una prostituta a la que estos cuatro compinches rescatan (secuestran) del peligro de un ajuste de cuentas para irse a la Huasteca cuando la pandemia de la COVID-19 estalla en México.

    Mundo Anclado, sin embargo, no es solo la historia de cinco amigos que deciden huir y autogestionarse en una casa rural que Mélida ha heredado de su padre, es también el relato de cada uno de ellos, dosificado en cinco rondas, en las que los protagonistas construyen la versión de lo que pasó con sus vidas.

    La historia está irradiada por la muerte prematura, misteriosa, descarnada de Mélida y la desaparición de Jenny, que la convierte en sospechosa o mártir, y le da un aire detectivesco al asunto, sobre todo en la última ronda y en el epílogo en donde se devela el motivo de la tragedia.

    No obstante, las fuerzas que mueven a los protagonistas y que me movieron como lector son otras y tienen que ver con la memoria, ese «sándwich de jamón y queso panela», como le llama Jenny, que va calcificando el pasado hasta convertirlo en una piedra; fuerzas que tienen que ver con las palabras, «las palabras tienen historia - nos dice Pedrito Vallejo- y esa historia tiene cicatrices»; que tienen ver con el silencio, ese idioma de la sabiduría, ese recurso de los cobardes y material, nos dirá Mélida, «con que están hechos los cómplices»; y ver también con la literatura, ese oficio de hacer abanicos, como los que hacía y vendía Cuautli, tejiendo arcoíris que luego la vida le destejió a trompadas.  

    Alejandro Espinosa Fuentes nació en 1991 en ese país violento y fascinante que es México y ya ha ganado varios premios. Con esta, tiene tres novelas publicadas (Nuestro mismo idioma, 2016, y Agenbite of inwit, 2018), un libro de cuentos (Sonámbulos, 2019), ensayos, artículos y reseñas. Es profesor de la UNAM y estuvo en España presentando Mundo anclado en Madrid, Valencia y Barcelona, ciudad en la que tuve el placer de acompañarlo.

    Yo no lo conocía, pero acepté la misión de leer su novela y charlar con él en la librería Alibri el miércoles 25 de octubre. Fui en bicicleta a recoger su libro un par de semanas antes y enseguida aparecieron coincidencias estimulantes.

    Cuando tuve el libro entre mis manos, me di cuenta de que tenía el cuadro del Bosco, Extracción de la piedra de la locura, de portada. Lo curioso fue que yo estaba leyendo los cuentos surrealistas de Fernando Arrabal, en ellos el poeta de Melilla mezcla lo onírico y lo irónico en piezas hiperbreves que reunió con el título de La piedra de la locuray que yo estaba utilizando en un taller de microrrelato.

    Ahí, entre Arrabal y el cuadro del Bosco y los poemas desgarrados de Pizarnik en su libro juvenil homónimo, Extracción de la piedra de la locura, empecé a leer Mundo anclado. Fue una lectura voraz, porque Alejandro tiene una prosa que fluye entre la violencia, la poesía, los diálogos hilarantes, el tono evocativo y una serie de referencias interesantísimas como por ejemplo el extraordinario diccionario de piedras con el que Pedro Vallejo arma su versión de la historia.


Foto de Mundo anclado en Port de la Selva, en plena lectura

    Cuando terminé la lectura volví inmediatamente a un cuento de Arrabal que no tiene título:

            Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma de palabras y la                hoja blanca de frases.
            Entonces cierro los ojos y, mientras oigo el tic-tac del reloj, veo cómo giran en                    torno a mi cerebro, diminutos, el pobre-loco-amnésico perseguido por el                                filósofo-de-la-mandrágora.
            Cuando abro los ojos las letras, las palabras y las frases han desaparecido y sobre                la hoja blanca ya puedo comenzar a escribir:
            Cuando me pongo a escribir el tintero se llena de letras, la pluma…”. Etc.


   En el parque de Tubos, ese Rocabar de mi vida, algún día perdido de agosto (mes en el que se publicó la novela de Alejandro), corría ese airecito casi mojado que corre en Lima cuando los dragones vuelan y que suele tener un trágico color humoso. No había nadie, como si toda la gente que estuvo allí en los años en los que yo también me despertaba a deshoras a escribir, se hubiera pulverizado de puro olvido, pero fue patear botellas y hacer un poco de arqueología entre las borracheras de ayer para que empezara a narcotizarme de pasado, y ya no había la rabia vengativa por todo lo que allí habíamos perdido el loco y el filósofo que yo era, solo aroma a mandrágora, esa anestesia mágica con la que está escrita Mundo anclado.︎


lunes, 14 de agosto de 2023

CARTAS DESDE SYLDAVIA. A PROPÓSITO DE TRÁNSITO, DE JESÚS ZOMEÑO


Por Juan C. Lozano Felices



La gente cruza constantemente por encima de las fronteras, negándose a admitir lo que está impreso.

Jesús Zomeño, Tránsito


   En principio fue el mapa. El origen de La isla del tesoro está en un mapa que dibujó Stevenson para entretener a su postrado hijastro en un día de lluvia. Syldavia, por el contrario, no está en los mapas, lo que no impide que los tintinófilos podamos concretar su territorio sobre un mapa de la Europa balcánica. La tetralogía en que se incardina Tránsito, de Jesús Zomeño, tiene su arranque en una guía de líneas ferroviarias y sus horarios. Sean reales o ficticios, sea un innominado lugar de la Mancha, Macondo, el alcázar troyano, Ruritania, el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería o el París de Hemingway, hay lugares en la literatura que trascienden el papel, que se estructuran como una geografía simbólica y toman el lugar del mito. Los topónimos no importan, los símbolos sí.

   La isla del tesoro fue el primer libro que tuvo Jesús Zomeño. Se lo regaló su hermano siendo él niño, y por ello fue el primer libro que leyó. Imagino que personajes como el adolescente Jim Hawkins, el ciego Pew, Ben Gunn, y desde luego John Silver “el largo”, poblaron los sueños de aquel niño que iba contándoles a sus compañeros de colegio las partes de la novela que iba leyendo contra las indicaciones de su madre, que restringía su tiempo de lectura por si ésta podía agravar su miopía. Imagino que la novela de Stevenson, si no determinó la vocación literaria de Jesús Zomeño sí hizo que germinase el contador de historias que es hoy, que ha sido siempre. Porque Jesús parece haber nacido para contar historias, de lo que da suficiente testimonio un ingente corpus literario cuyo último eslabón, por el momento, es la novela Tránsito editada, como viene siendo habitual en este autor, por la valenciana Contrabando y que, desde hace unos días podemos encontrar en los anaqueles de novedades de las librerías. Después de tantos años, la obra de Stevenson sigue siendo un talismán para Jesús Zomeño y, en esta ocasión, funciona como hilo conductor de Tránsito. Las referencias a esta novela parten de una anécdota personal y vertebran toda la trama de un modo verdaderamente extraordinario.

   Digámoslo ya y ex abrupto, Jesús Zomeño es un escritor de raza. Un escritor, alejado de modas y banderías, que merece, sin duda, situarse entre lo más interesante que se está cociendo en el panorama literario español. Debo decir también que la novela de Zomeño se sitúa en esta ocasión fuera de coordenadas conocidas, allí donde hay dragones. No deja de ser, por ello, un envite arriesgado para el lector, pero si algo distingue a la editorial Contrabando es, desde luego, su apuesta por la sustantividad y complejidad del hecho literario.

   Conozco a Jesús Zomeño desde hace más de cuarenta años y tengo la fortuna de frecuentar su caldero literario. He leído, no solo toda su obra publicada sino también buena parte de su obra inédita. Creo que, desde que, en 2012, publicó Cerillas mojadas, no he dejado de escribir puntualmente una reseña de cada nuevo libro y/o he intervenido en alguna de sus presentaciones o prologado el libro. Glosar una obra con un sustrato tan rico en fuentes literarias y simbólicas no es tarea fácil, conlleva un reto intelectual y, desde luego, una implicación emocional. Cada libro tiene unos perfiles diferenciados y concretos, como un mapa, pero el mundo literario de Jesús Zomeño, la unidad y coherencia de su corpus poético y narrativo, no ha cambiado desde que, en los años ochenta publica un libro de relatos con el título Cuestión de estética y un poemario coetáneo, Del eterno regreso.

   No se vea lo dicho como un alarde por mi parte ni mucho menos. Lo digo para testimoniar que, conociendo como conozco la obra de Zomeño, debo decir también que Tránsito es la obra que más me ha sorprendido. El proyecto viene de lejos. Ya en 2019, Jesús comenzó a hablar de “la novela del tren”, que fue como nos estuvimos refiriendo a ella durante años, hasta su título definitivo de Tránsito. Durante la pandemia por el coronavirus, a través de Whatsapp, conocí de la existencia de otras tres novelas más, de las que “la novela del tren” no sería sino una parte, la segunda de la tetralogía aunque toda ella transcurría en un tren, en distintos itinerarios y en una misma noche. Al mismo tiempo, Jesús me hablaba de un vampiro, de F. y de unos espías. Yo, al principio no entendía muy bien aquel galimatías y le pedí que me lo explicase un poco mejor. Lo que me dijo sobre la estructura, así como el estado en que se encontraba cada una de las novelas, quedó reflejado en un diario que yo llevaba por entonces y del que omito algún detalle o nombre que pueda revelar futuras tramas:
          

El viaje de Sofía a Bucarest puede hacerse en cuatro tramos, con transbordos. Cada novela se    corresponde con un tramo del viaje nocturno. Estoy con la primera novela que aparecerá publicada y que corresponde al segundo tramo (…) Las cuatro novelas transcurren en el tren, pero llamo “novela del tren” a la primera parte porque no hay personaje significativo como en las otras. He comenzado a escribir la cuarta. La de F. está levantada y a falta de enlucir. La de D, precisa una capa de pintura. La de los espías estoy poniendo los ladrillos y a la del tren, quitándole el polvo y colgando algún cuadro. Ahora mismo, pasando el plumero.


   Esta tetralogía daría para una supernovela de más de cuatrocientas páginas y que, intuyo, se podrá leer de atrás hacia adelante o de adelante hacia atrás. También un tren puede cambiar el sentido de su marcha en función de dónde se coloque la locomotora. Sin meternos aún en el fondo de la novela, lo primero que nos llama la atención en Tránsito es su brevedad. Es una novela corta que se puede leer en unidad de acto. Quizás con ello, el lector gane en intensidad. No obstante, en ese caso, recomiendo una segunda lectura más pausada y meditada. En extensión sería lo que los franceses llaman una nouvelle, una forma literaria entre el relato largo y la novela corta y que participa de la intensidad y la economía del género cuentístico. Tendría la longitud de La metamorfosis de Kafka, de Aura de Carlos Fuentes, de El túnel de Sábato, de Pedro Páramo de Rulfo o de La muerte de Ivan Illich de Tolstoi.

Tránsito es un viaje geográfico en tren a través de la noche pero es también un viaje interior del protagonista sin nombre. El escenario es el interior de un vagón. Es un escenario totalmente cerrado donde, como lectores, se nos plantea un enigma, porque no sabemos a dónde nos va a llevar el viaje que nos propone Jesús Zomeño. El tren es real y es simbólico. En realidad, en su novela, el autor, se enfrenta y nos enfrenta al problema de la alteridad, como aceptación o recusación que tiene el “yo” de la existencia del otro, y que al propio tiempo podría converger y/o colisionar con lo que pueda elucubrar el resto de “yoes”
.

Jesús Zomeño
   Pero primero, una reflexión terminológica, ¿qué es tránsito? ¿Qué significa? Los títulos, en Jesús Zomeño, no son fruto de un capricho estético. Al contrario, tienen un valor exegético al que hay que atender, porque ello nos dará la clave o claves de lectura, el título es un ingrediente más de una fórmula alquímica. Un pasajero está “en tránsito” cuando entre el punto de inicio y el destino final de su viaje, desciende en una estación para tomar un tren de conexión. Sería la explicación quizás más literal de lo que ocurre en la novela. El protagonista debe tomar un tren…Su destino último es Bucarest, pero bien podría dirigirse a cualquier otro lugar de este o de otro mundo. Los topónimos son intercambiables, los símbolos no. Como siempre, Jesús es un maestro a la hora de ofrecernos, ya desde el título, un juego de espejos, sugestivo y lleno de sentido o de sentidos. Un relato no es siempre lo que dice o lo que parece ser. Según la RAE “tránsito” tiene también un alcance teológico. Es también la muerte de una persona santa o virtuosa y muy especialmente se habla del tránsito de la Virgen María. El tránsito o dormición de la Virgen es un tema recurrente en pintura y en la representación de los Misterios medievales y la nueva novela de Zomeño tiene mucho de Misterio medieval e incluso podría estar emparentada con las danzas de la muerte tardo-medievales.

   Podemos decir que la novela de Jesús es una obra de múltiples capas donde el subtexto místico no es algo menor. De hecho, las estaciones por las que va pasando el tren nocturno pudieran acaso tener una correspondencia con las estaciones de un rosario. Esta idea de anchura mística de la obra queda reforzada por la cita de San Juan de la Cruz que cierra la novela como broche. No es un hecho trivial que el viaje lo sea a través de la noche y que en el exterior todo sea oscuridad, que no pueda distinguirse construcción ni paisaje alguno, sin referencias salvo cuando el tren se detiene en una estación para descargar y recoger nuevos pasajeros, ¿metáfora de Leviatán, tragándose a Jonás o a Pinocho para luego escupirlo?

   También, en la sinopsis, podemos leer que “el tránsito que nos invita a recorrer Jesús no es solamente un desplazamiento en tren. Este viaje, en la estela de San Juan de la Cruz, es también un tránsito por la noche oscura del alma humana. Un viaje entre la vida y la muerte, una transfiguración mística”.

   Por un lado, está el protagonista y, por otro, como naturaleza muerta, los pasajeros que viajan en el mismo vagón (la chica que lee y dormita, la pareja de ancianos, el soldado tumbado en el suelo, el africano que le chilla al móvil…). El anonimato de los pasajeros mueve al narrador, víctima del horror vacui, a fecundarlos. Podríamos decir, invirtiendo la fórmula clásica, que lo contemplado queda transformado por y desde el pensamiento del poeta. El narrador convierte a los pasajeros en personajes en busca de una historia donde vivir. Desde esta perspectiva la novela tiene un trasfondo existencialista. Borges decía que el ámbito de las ficciones de Kafka es deliberadamente gris y mediocre y sabe a burocracia y a tedio. En Tránsito resuena un entorno opresivo, con tintes oníricos, casi alucinados, casi de celada cosmogónica. Como si las cosas no estuvieran en su sitio y planease sobre la narración una amenaza continua, un aviso o un mal augurio. Como si el autor cuestionase o pusiera en duda la misma idea de realidad. Una tenue y ligera cinta a punto de romperse lo une a la invención pirandelliana.

   Los personajes están a ambos lados del espejo, y podrían decir como Rimbaud “yo soy otro”, como si lo escrito, el pensamiento del protagonista, moldease una realidad paralela que es también ficción y pudiera estirarla o contraerla, como si hablásemos de una realidad virtual. Zomeño escribe como si el mundo estuviese a medio hacer, una suerte de palimpsesto donde se hubiese borrado el texto original para volver a escribir encima un nuevo texto, como si la vida real de los personajes se hubiera borrado y el narrador asumiera una suerte de diégesis mimética.

   Yo diría que la novela de Jesús Zomeño, aunque de forma menos explícita que en El 53 de Gilmore Place, es una alegoría sobre el acto de escribir y los caminos de la ficción. Se nota en la novela una reserva de medios, una economía lingüística propia del relato corto. Una economía que favorece el lirismo y la sugestión de las imágenes que presenta, muchas veces a manera de aforismos de punzante ironía metafísica. Es significativo que el propio autor haya mantenido en alguna presentación de su libro que el ritmo y la propia disposición del texto en párrafos breves quiere transmitir la idea de las traviesas bajo el tren. También podemos leer: “El vaivén del tren ondula la palabra terrible”. No obstante, no piense el lector que la historia es una sucesión de frases y reflexiones más o menos ocurrentes. Nada más ajeno a la realidad. La trama, dentro de la circularidad de la supernovela en que se integra, es a su vez circular y tiene un cierre donde el estado original, alterado de forma accidental, queda restablecido.

   Jesús Zomeño, con su maravillosa y sorprendente alquimia destila un producto que confiere una sensación de extrañeza, de maravilla, casi de anomalía… Podríamos hablar de una novela-mosaico cuyas teselas están hechas de diferentes materiales, unos reales, otros ficticios, unos del pasado, otros del presente y que se entrecruzan, se fusionan y se eliden; y donde la realidad se vuelve tan extraordinaria como la ficción. Como corolario, Tránsito es una novela prodigiosa, una obra maestra de orfebrería literaria y, desde luego, un libro ineludible para los seguidores del escritor.

   No quiero terminar sin aludir a la magnífica portada. Jesús Zomeño viene manteniendo, siempre que ello es posible, un control artístico global sobre su obra que alcanza también al diseño de portada. En esta ocasión, la ilustración de la cubierta corresponde a Alicia Zomeño, la hija de Jesús, que ha captado de manera lúcida y penetrante la idea de horror vacui sobre la que gira la trama.









miércoles, 26 de julio de 2023

CIUDAD Y TINTA. SOBRE CIUDAD DEL NIÑO (2023), DE JOSÉ DEL CARMEN.


Por Mario Pera. Artículo publicado en la revista Vallejo&Co el 8 de junio de 2023 

  

“La orfandad es para toda la vida”, dice uno de los versos de José del Carmen* en su poemario Ciudad del niño. Y es cierto, las cicatrices, experiencias, golpes físicos y, más aún los psicológicos, que recibimos cuando niños son lo que más nos marcan. Son heridas que nunca cierran y cada tanto, al recordarlas, supuran una verdad que muchos prefieren olvidar.

Tras leer este poemario, uno entiende que hay quienes desde muy jóvenes aprendieron a caminar sin sombra, a crecer sin garantías, huérfanos de seguridades… como se camina en la poesía; y es que la poesía como desamparo u orfandad, como plantea la obra de José, es una metáfora que define bien el oficio del poeta. Tomar la palabra y las carencias propias para crear y resistir desde lo incierto como única certeza, y así aprender a remediar las grietas en nuestro existir, es decir, aquello que nos lleva a escribir y, aún más, a poetizar. 

En Ciudad del niño encontramos las cicatrices de un abandono familiar, estás supuran dolor, pero también resiliencia a través de la tinta con la que su autor escribe los poemas, bien enhebrados entre dos estilos: verso y prosa, que componen un libro en donde el yo poético describe con crudeza las verdades incómodas que muchas familias prefieren barrer bajo la alfombra, así como desafía el arquetipo de la infancia idílica que no pocos aún conservan. Y es que la infancia puede ser eso, un paraíso momentáneo o, en el mayor de los casos por lástima, un infierno o zona minada de la que se puede salir muy herido. Como pocos poemarios, Ciudad del niño ofrece una visión sin edulcorar y sin remilgos de las experiencias de un niño como tantos otros niños y adolescentes sobrevivientes al abandono o abuso por parte de quienes deberían cuidarlos, sean familiares o instituciones públicas, la perspectiva de quienes crecen cargando en la espalda el silencio y teniendo a la rebeldía como mayor opción para subsistir.

En este libro, que podría funcionar como una autobiografía poética, no cesan los recuerdos familiares y emociones personales en una yuxtaposición de historias narradas por un autor omnipresente, en la que se nos enfrenta como lectores a las consecuencias de las conductas de diversos personajes, cada uno con sus desgracias propias y que, al interactuar entre sí, componen una tragedia familiar mayor que gira en torno a la pobreza económica, soledad, culpa y silencios repetidos generacionalmente como los embarazos adolescentes, todo lo que forja en el yo poético una identidad trunca ante la imposibilidad de sentir una pertenencia a algo, incluso a una familia nuclear, lo que es un paisaje más común de lo que solemos creer.

El otro gran personaje del poemario es La Ciudad del Niño, esa institución creada por el gobierno de Chile en 1943 y que por 60 años fue la encargada de acoger a niños y adolescentes en riesgo social y vulnerabilidad o con dificultades dentro de sus familias, un establecimiento que en su momento acogió a 1100 menores, por el que pasaron al menos 2 generaciones de chilenos y en el que los internos e internas, así como encontraron buenos profesionales dedicados a su cuidado y enseñanza (las llamadas tías por ejemplo), también encontraron quienes desde su posición de dominio o poder les hicieron vivir los pasajes más duros que una infancia puede tener, abandono, desatención, violaciones, violencia sistémica e institucional. No por nada el Sename, institución mayor a la que se adscribió la Ciudad del Niño, fue muy criticada la década pasada en Chile cuando se conoció que entre 2005 y 2016 fallecieron, en el conjunto de sus centros de acogida, al menos 1300 niños y niñas. En ese contexto se hicieron adultos una parte de los ciudadanos chilenos de hoy.

Pero, volviendo al poemario, ¿qué palabra me viene, entonces, a la mente tras leer este libro? Coraje. Coraje no sólo para sobrevivir a la abundancia de recuerdos y experiencias, la mayoría no gratos, sino más aún, para hacer de la poesía el medio para enfrentarse a esas memorias (que muchos preferirían no mencionar) reviviendo el dolor que causaron, plantándole cara y exponiéndose para que la poesía drene y, de algún modo, ayude a amortiguar los pesares. Sin duda, la poesía es también una orfandad, pero una que te aloja, que te arropa y te defiende cuando todo está perdido. Como le pasa al huacho o huérfano, la única salida para subsistir es sublevarse ante la mayor amenaza (que no viene desde afuera sino desde dentro) y que es el dejar de creer en uno mismo. La poesía nos hace creer en nosotros, en nuestras capacidades, nos lleva a hacer de nuestros escombros nuestra verdad y fortaleza y desde ahí recrear nuestro existir.

José del Carmen*

 En medio de la orfandad, del pasado arrebatado, de una identidad vacía y violencia generalizada, la poesía es pues un árbol grande, de raíces profundas y seguras al que nos podemos aferrar para enfrentar el huracán que suele ser para muchos la vida.

Nací en una familia tradicional, con carencias, pero constituida. Por ello, este poemario me llevó a ponerme en la piel de quienes no tuvieron o no tienen ese privilegio, desde el plano de la empatía, pero más importante desde un plano en el que todos somos iguales: el artístico, porque ahí nuestra capacidad de sentir es igual. Y José del Carmen con su poesía no sólo logra narrarnos una historia, bien contada por cierto, sino que nos mete en la carne de quien la vivió, creciendo entre espinas, para sentir aquel dolor que poetiza.

No conformarse con la tristeza, asumir el desafío de vivir sin desafíos ni metas al saber que nuestra existencia en realidad no tiene un propósito más que el que nosotros mismos queramos darle, ese podría ser el mensaje esencial de “Ciudad del niño” y de José del Carmen con su poesía y, en el mundo actual, lo encuentro revolucionario. Y cierro con uno de sus versos “Para hacer vida en un orfanato hay que apostar a perdedor” y lo parafraseo: “para escribir poesía que valga la pena hay que apostar a perdedor”.  

*(Santiago de Chile-Chile, 1988). Poeta. Pasó gran parte de su infancia internado en el hogar de menores Ciudad del Niño, institución integrante del Servicio Nacional de Menores (SENAME), organismo central cuestionado de manera permanente a causa de la vulneración de los derechos del niño. Cursó el taller literario en dependencias de Balmaceda Arte joven (2017), del que se publicó Memorias de un pájaro asustado (2010) de Paz Molina junto con quince escritores. Obtuvo el Premio Nacional Pablo de Rokha (2014) y los Juegos Literarios Gabriela Mistral (2011). Ha publicado en poesía Ciudad del niño (2023).

 

jueves, 9 de marzo de 2023

EFÍMERA


Novela de 94 páginas que se lee para darte un suspiro de alegría.

Recién salida del horno barcelonés. Editada por Ediciones Contrabando.

Se lee fluida y dejarla reposar o pasarla a un amigo para luego volver a leerla, ya sin 

la expectativa del “como salta a la prosa” el poeta Brumonk, que junto a Mario Santiago 
Roberto Bolaño, le dieron otra vuelta de tuerca a la literatura escrita en castellano.

Y se arriesga a intentar contar la llegada a Valparaíso en barco de un joven versero 
centroamericano, a buscarse la vida entre ese puerto bullente de inicios del siglo XX y
Santiago de Chile.

Y se lanza con un abanico de palabras precisas que hace que el narrador, pongamos que 
sea Rubén Darío, nos envuelva en una búsqueda preciosa, simple y convincente, que te hace
entender que asistes a la apertura de una puerta que estaba cerrada y de pronto la casa del
lector recibe un olor del exterior que te deja asombrado.

Un olor a oficio largo y a libro antiguo. El oficio de poeta/el oficio de vivir que dice Pavese
 o un joven que toma un barco llamado Hörderlin hacia el infierno/paraíso sudaka.

Me recordó la brillantez de algunas novelas breves como 
La Escopeta de Caza de un oriental 
Ayer de Juan Emar.

Pintar el aire con párrafos que intuyes vienen de su anterior libro recientemente publicado
y que resume su poderosa obra poética de medio siglo: El futuro.

Lo vine leyendo en el bus pirata que me trajo desde la pasada Varoli en Talca hasta Santiago,
luego del helado de vainilla y su tabaco Sauvage.


Inicios del siglo pasado. Una comedia, una Comala tejida
por los estornudos del Sol y la literadura de los trenes
y por la ida y vuelta desde Santiago de Compostura
hacia esa mano con cuarenta dedos.
Hacia el doctor Allende y el general Pinochet
instalados en el Plan de los presidentes porteños.
O quizás su personaje Lucía sea la olvidada
Teresa Wilms Montt y una anécdota o un sueño terrorífico,
O una novela de sutilezas a ratos sublimes
sobre el origen del modernismo literario.

Y dos cumbres del texto, son el fragmento del cerro
Aconcagua y un encuentro de miradas en la picada
ojos del salado”.
Efímera y no efímero como quisiera escuchar la estatua
de Darío con pinta de atleta griego en el parque forestal.


Con un Epílogo de síntesis de paso.
Pocos y muy bien bocetados personajes.
El notable volantín que va arrastrando al lector,
apenas deja el libro sobre el velador.

Deja la novela recién editada sobre otro brillante libro llamado 
La construcción 
en donde otro poeta porteño afirma “a viva voz" que Brumonk, 
el alias que usa el autor de Efímera fue cómplice ad+, de dicha casa, 
donde aparecen y desaparecen misteriosamente, seres de orilla de mundo.


Bruno Montané despliega una variante de su
medio siglo de pulir su
poesía cercana al observador alucinante y al silencio rulfiano.
Tiene la nitidez cuentera de los maletines de Chejov y Stevenson.
Horaceriano, Infrarrealista, Moguda catalana, Malabarista del fraseo.
Traductor de una música que pone los pelos de punta.
Efímera, la oruga que va respirando poesía.


Jordi Lloret