miércoles, 25 de marzo de 2020

LA DESTREZA AMATORIA

Reseña de Juan Bravo Castillo 


Hay libros que te atrapan desde la primera página y no te dejan respirar hasta que alcanzas el punto y final. Tal es, en esencia, la cualidad principal de La destreza amatoria, del conocido poeta, traductor y ensayista valenciano Wenceslo Ventura, que el pasado año prologaba el libro Poesías y locura en la obra de Leopoldo María Panero (colección Marte).

Sólo el que pasa por una cruel enfermedad está, como dejó escrito Thomas Mann, en condiciones de entender a fondo la naturaleza humana, y, del mismo modo, sólo quien ha vivido la pasión amorosa como el protagonista de La destreza amatoria, es capaz de entender los entresijos del amo
Ningún tema más antiguo y más manido que el amatorio, pero ahí está el arte para transfigurarlo y sublimarlo. Sirviéndose de una técnica que tiene mucho de soliloquio obsesivo y que a menudo nos recuerda la destreza descriptiva de los maestros del nouveau roman, el narrador, de una forma magistral, nos va adentrando en el campo de minas de un amor que, aunque en apariencia superado, vuelve una y otra vez como un motivo perenne, como a retazos, rumiando lo que pudo ser y no fue por múltiples motivos que el yo del narrador se esfuerza por desbrozar.

¿Historia de un desamor? Puede. A diferencia del fenómeno de la cristalización, en el sentido amoroso, del que habla Stendhal  en su tratado De l´Amour, que quien más quien menos es capaz de fijar con la máxima precisión, no ocurre lo mismo con el de la “descristalización”. Todo lo que alcanza su punto álgido, que diría Albert Cohen en Belle du Seigneur, está destinado al lento desmoronamiento, por más que “la muerte del amor” que dice el autor, “sea una muerte muy lenta” (p. 33), y no digamos para quienes “la verdadera cara la tienen en la nuca, mirando desesperadamente para atrás” (p. 72).

Hay, en efecto mucho de desamor en el libro, pero hay también momentos álgidos en que la pulsión amorosa adquiere dimensiones eternas. “El flechazo que abrasa, tortura en su inicio y transforma, es lo único que puede hacer que el amor perdure en el tiempo” (p. 91). Son los momentos inmaculados, como la nevada recién caída. Ya vendrán los sinsabores, las pezuñas de las bestias itinerantes, los obstáculos de toda índole a enturbiar lo que tan buenos auspicios ofrecía. Es harto difícil ver discurrir dos sentimientos puros de forma paralela hasta el infinito.

Como en las grandes obras impresionistas somos nosotros, los espectadores/lectores, los llamados a reconstruir la historia amorosa, hecha de retazos, como  fogonazos marcados en la conciencia, los encargados de extraer las conclusiones. Ambición y amor generoso suelen ser términos antagónicos; tanto como permanecer anclado en un amor que gira y gira y se alimenta de sí mismo. Demasiadas las preguntas que se plantean en La destreza amorosa de ese náufrago desesperado al que alude Miguel Blasco.

Pero, para responderlas, ahí está la prosa diamantina de Wences Ventura; poesía pura a lo Rimbaud, puro deleite, anunciando el porvenir en floridas prolepsis: “Ya me siento un mutilado que provisto todavía de la mano que la va a perder, que le será amputada sin remedio y que ya no hace nada para impedirlo. Tú te amputarás de de mí en forma de pierna, brazo, mano y no será hoy ni mañana, no sé ni cómo ni cuándo, será cuando llegue el otro, el nuevo, el que te diga al oído las palabras que quieras escuchar, que te abduzca y después te embalsame con sus piruetas verbales, con su gracia de hombre más joven, de un titiritero de las palabras, de un adulador y, por ende, menos agrio, pues la acritud ante una mujer te irá sumiendo en las tinieblas, en la luz negra del ninguneo” (p. 60).

Visto así, todo el libro es un vasto poema, hermoso, pétreo, diamantino, plagado de vetas de narratividad: “Observo tu cuello, la llama que lo recorre, los refugios, los puertos hermosos. Sin respuesta. Pareces de madera, como si aguantaras una comezón interna insoportable: un prurito que produce estrías en una planicie en exceso sensible a los rayos solares, en la piel porcelana de una dama joven” (p. 125).

Libro de múltiples lecturas, La destreza amatoria rompe cauces y abre solemnes perspectivas a la prosa española.

Marzo de 2020

lunes, 16 de marzo de 2020

TRÍPTICO DE TREINTA Y TRES

Reseña de Juanjo Albacete publicada en el periódico De Verdad Digital el 1 de febrero de 2020



Gustavo Espinosa es una “rara avis” más de ese incesante manantial de escritores “raros” de que hace gala la literatura uruguaya, sin duda una de las más creativas, revolucionarias y gozosas del continente literario hispanoamericano, y de la que forman parte autores universales como Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández o Mario Levrero, por citar solo a su “trilogía de oro”.
Pero si los tres anteriores son, por decirlo de algún modo, clásicos escritores “capitalinos”, que asentaron su vida y su creación en ese bastión literario que es Montevideo, Espinosa añade a su condición de “raro” la de escritor periférico, o incluso fronterizo, un escritor triplemente “marginal” (por su rareza, por su ubicación y, como veremos, por su propia creación literaria).
Gustavo Espinosa nació en Treinta y Tres en 1961. Treinta y Tres no es un invento ni una fantasía literaria de Espinosa, no es ni un Macondo ni una Santa María. Es una ciudad del interior de Uruguay, en el este del país, muy cercana al vecino Brasil, con unos 25.000 habitantes. Allí, en Treinta y Tres, nació Gustavo Espinosa y allí, si exceptuamos su etapa universitaria como estudiante de la Facultad de Humanidades, ha pasado la mayor parte de su vida. Allí ejerce como profesor de literatura de un instituto, como bluesmen ocasional (la música es uno de los ingredientes decisivos y constantes de su vida y de su obra) y, sobre todo, como un vecino más. Porque si algo caracteriza también a Espinosa (como a casi todos sus predecesores en la literatura uruguaya) es su ausencia total de “divismo”, su sencillez no impostada y su arraigo popular.
Además de escribir media docena de obras literarias que ya forman parte de lo mejor de la creación literaria uruguaya de los últimos 25 años (y pienso que de la literatura en lengua española, aunque a su obra aún le falta difusión y lectura generalizada en el espacio literario del español). Gustavo Espinosa se ha prodigado en los últimos años como crítico literario y cultural en medios de su país, como La República, Posdata, El Observador, Brecha y Caras y Caretas. Como músico lidera  el grupo Gustavo Espinosa y los pisapapeles.
A pesar de que su obra se limita a día de hoy a solo cinco títulos (un poemario y cuatro novelas), Espinosa ya ha merecido buena parte de los más importantes galardones de la literatura uruguaya, a la vez que se consagraba como uno de los escritores más popular, leído y admirado por críticos y lectores. En 2001 publicó su primera novela: China es un frasco de fetos, escrita entre 1987 y 1991, y que había recibido el premio Posdata del año 2000. En 2009, su libro de poemas Cólico Miserere obtuvo el Premio Fondos Concursables del Ministerio de Cultura y Educación. Ese mismo año, 2009, publicó la novela que habría de catapultarle al centro del escenario literario: Carlota podrida, que ganó el Premio Nacional de literatura. En 2011, Gustavo Espinosa se consagra definitivamente con una novela que merece una admiración y un reconocimiento unánimes: Las arañas de Marte, premio Bartolomé Hidalgo 2012 de narrativa. En 2017 vuelve a obtener este mismo galardón con la novela Todo termina aquí.
Estas tres últimas novelas, ambientadas todas en Treinta y Tres, fueron publicadas en Uruguay por la casa Hum Editores, y constituyen la matriz de la edición española que acaba publicar en enero de 2020 Ediciones Contrabando.
La literatura de Espinosa produce un poderoso deslumbramiento, que siempre viene precedido por una sensación de extrañeza cuando no de abierto desconcierto. El lector queda inmediatamente fascinado por el tejido de una prosa sorprendentemente tan barroca como comprensible, pero aún así no puede dejar de preguntarse qué es lo que realmente lo atrapa de unos personajes, unas situaciones y unos contextos narrativos en los que se mezclan ingredientes, a priori, tan poco “compatibles”. 
Como señala Rubén A. Arribas (uno de los mayores especialistas en literatura uruguaya de la España actual) en su excelente prólogo a este Tríptico de Treinta y Tres: “La primera vez que leí a Gustavo Espinosa me pareció desconcertante encontrarme con alguien capaz de mezclar esencias tan dispares —y hasta contradictorias— como el rock argentino de los 70, el barroco español del siglo XVI, el fervor por Bioy Casares o los crímenes de la dictadura uruguaya. Tampoco supe explicarme cómo era posible hablar de todo eso por medio de unos antihéroes dignos de Bukowski y con un fraseo de una belleza viscosa y recargada que incurría cada tanto en un erotismo desaforado. Era una escritura que decía emanar de «la yema de una alucinación», pero que se desenvolvía en una clave realista y rezumaba intelectualidad; una escritura capaz de aunar características como desmesura, manierismo, autoconciencia, meticulosidad o precisión”.
Gustavo Espinosa, en efecto, logra el “milagro”, tantas veces intentando y tantas veces fallido, de integrar en textos de auténtica valía literaria ingredientes de la cultura popular y personajes sacados de ambientes lumpen con referencias a la cultura más exigente y un lenguaje que bebe directamente en el barroco español. A Espinosa no le tiemblan las piernas cuando se define como devoto de Góngora (al tiempo que también reivindica a Fellini, a Onetti, a Marx, a Dante, a Cortázar…).
La literatura de Espinosa se asienta en tramas en apariencia muy simples (a veces un poco delirantes) y anécdotas locales casi insignificantes, pero que esconden una complejidad inaudita y adquieren una resonancia universal. Y se construye a través de una curiosa e insólita arquitectura, cuyo diseño se logra arrumbando materiales de la más diversa factura y procedencia, tal y que todo pareciera un auténtico cajón de sastre, pero que Espinosa ensambla con endiablada pericia.
Muchos de esos ingredientes son recurrentes a través de todos sus libros, como por ejemplo la música (desde los trobadores populares al rock argentino o el blues), las referencias (directas o laterales) a la dictadura militar, o los ambientes y personajes de ese Treinta y Tres perdido en ninguna parte, y que a la vez puede ser ombligo del mundo.
Presentación de "Tríptico de Treinta y tres" en Madrid. De izquierda a derecha
Miguel Blasco, Gustavo Espinosa y Rubén A. Arribas
Esta idea de la literatura y de la escritura no es solo un “capricho” de marginal o maldito. Al contrario. Para Espinosa es parte sustancial de una “estrategia de resistencia”. Como afirma R. A. Arribas, en el prólogo ya citado: “Este Tríptico y esta manera barroca de escribir son una forma de resistencia por cuanto enarbolan una divisa que identificó durante siglos a la literatura, y que ahora está en franca decadencia: la capacidad del poeta para irrumpir en la lengua y modificarla de manera abrupta. Es la literatura concebida, según declaró Espinosa en una entrevista para el diario Página 12, como algo monstruoso, como «una mutación que ocurre fuera de la cadena de lo esperable y normal de la evolución». En definitiva, la literatura como un discurso capaz de producir algún tipo de ruptura política y estética en el lector. Quizá eso ayude a entender por qué Espinosa se siente tan cómodo en los espacios fronterizos, es decir, en esas provincias de la realidad más proclives a lo poroso que a lo estanco. Allí asistimos al chisporroteo inherente a poner en contacto el amorfo mundo del lumpen-proletariado con el mucho más geométrico de la burguesía; también allí vemos las chispas que saltan cuando centro y periferia dirimen sus diferencias o cuando lo intelectual intenta abrirse paso entre la cultura de masas. De esa hibridación entre lo distinto nace un ser mutante, como este Tríptico de Treinta y Tres, capaz de romper con las expectativas del mercado, la crítica y la universidad. En el caso de Espinosa, ser barroco es un acto político (de política de la lengua, digo). Su obra puede leerse en la línea del maximalismo de David Foster Wallace: como una reacción contra la cultura pop que moldea hegemónicamente la sensibilidad y los imaginarios actuales… como una reflexión sobre cuál es el papel del escritor en mitad de este perpetuo carnaval de hiperconsumo y entretenimiento en que vivimos, esto es, qué narrar y cómo hacerlo. O dicho de otro modo: cómo enfrentarse al capitalismo en su afán por reducir la lectura a mera seducción del lector (y evitar así considerarla un diálogo crítico entre imaginarios)”.
No se pierdan a este escritor uruguayo, delicioso y adictivo.