martes, 24 de febrero de 2015

A LA SALVACIÓN POR EL CAOS

Artículo de Joan Arnau. Publicado el 28 de enero en "De Verdad"

Riggan Thomson es de verdad "Birdman" y, como todos, sueña con volar
Chile picante en Hollywood
“Birdman” vuela muy alto, y con nueve nominaciones se ha convertido en una de las principales favoritas para los próximos Oscars. Tras el triunfo de Alfonso Cuarón con “Gravity” el año pasado, otro director mexicano, Alejandro G. Iñarritu, golpea la puerta de Hollywood hasta tumbarla. Con Guillermo del Toro conforman un singular trío que ha cruzado el Río Grande para conquistar a partes iguales crítica, público y la plana mayor del cine norteamericano.
Pero “Birdman” no es una película corriente, incluso para Iñárritu, acostumbrado a las desmesuras. El director que ha buscado en los rincones oscuros, que se ha alimentado de un tremendismo sucio bucea ahora en la comedia. Como afirma el propio Iñárritu “después de tantos dramas intensos necesitaba un poco de chile picante mexicano”. El resultado es un torbellino de humor negro, de un surrealismo cáustico, exhibido a través de una imaginación visual desbordante.
Iñárritu confirma que “estaba aterrado” ante el reto que suponía “Birdman”, para añadir que “pensé que si después de tantos años no hacía algo que me aterrara, significaría que estaba muerto”.
En “Birdman” la cámara nos sigue literalmente a todas partes. La narración se articula en torno a una sucesión de falsos planos-secuencia, que obligan a prescindir de las “trampas” que el cine utiliza en la sala de montaje.
El resultado es una película trepidante, donde a veces hay sobredosis de realidad, y la sentimos tan cerca que la podemos tocar, y donde a veces hay un distanciamiento radical que nos impide acomodarnos, donde mezclan el “realismo sucio” de la mejor tradición norteamericana y el “realismo mágico” que los hispanos llevamos en nuestro bagaje.
Servido por un extraordinario elenco de actores, donde Michael Keaton sabe encarnar los delirios que Iñárritu había imaginado.
Todos soñamos con volar
En “Birdman” nos encontramos ante un maduro actor en horas bajas, que ha conocido la fama interpretando a un superhéroe en la gran pantalla, pero que busca redimirse como artista montando en Broadway una obra de Raymond Carver, el radical padre del “realismo sucio” norteamericano.
Hollywood frente a Broadway, cine de éxito y consumo rápido frente a obras radicales, la maquinaria de la gran industria del entretenimiento frente a la voluntad de los artistas…
Iñárritu contrapone dos trenes a toda velocidad que circulan por la misma vía, y juega con los vaivenes que preceden al inevitable desenlace.
Construyendo una despiadada disección no solo del Hollywood, sino de toda la respetable gran industria del ocio y de la comunicación.
La banalidad desquiciante de las grandes producciones destinadas a pulverizar las taquillas. El escaparate de fulgurantes estupideces, que caducan casi antes de aparecer, en que algunos pretenden convertir las infinitas posibilidades creativas y comunicativas de internet. La fama y la “relevancia social” como una droga que doblega voluntades. La estupidez de unos críticos convertidos en oráculos huecos e ignorantes.
Iñárritu aborda todos estos “temas trascendentes” con una burlona y socarrona distancia. Donde todos, y el primero el propio Iñarritu, o también Michael Keaton, están obligados a reírse despiadamente de sí mismos.
Pero si solo nos ofreciera esta cara, “Birdman” sería solamente un brillante ejercicio de estilo, una modosa crítica que a nadie hiere.
Donde “Birdman” vuela realmente alto, y reconocemos las virtudes del mejor Iñarritu, es en el retrato de Riggan Thomson, ese actor fracasado y poseído por un superhéroe inexistente.
Riggan Thomson es la viva imagen de un fracaso patético, no solo como actor, también como padre, como marido, como hombre, que Iñarritu no hace sino agudizar.
Su mente ha caído ya en la psicosis donde la ficción sustituye a la realidad. Su vida es una sucesión de oportunidades estúpidamente desperdiciadas. Su voluntad esconde un delirante narcisismo que acaba por destruirlo todo.
Pero Riggan Thomson es de verdad “Birdman”, y como todos sueña con volar.
Es humillado públicamente. Se golpea repetidamente la cabeza contra la pared persiguiendo deseos imposibles. Los fracasos y los errores pasados le persiguen y reviven.
Pero la voluntad de búsqueda de salvación de Riggan nos conmueve, su lucha por “hacer algo importante” como actor, su búsqueda, como el personaje de la obra de Carver, del amor incluso entre la basura, su intento por reencontrarse con su hija o su mujer, nos conmueve y atrapa.
Porque todos, en definitiva, buscamos la salvación de la misma forma caótica y desquiciada.
Riggan siempre arriesga algo, casi siempre mucho, frente a quienes ven las cosas desde la barrera. Porque esa es la única forma de ganar o perder, de vivir en definitiva.
Ese personaje roto se va engrandeciendo conforme fracasa, y vuela más alto cuanto más se hunde.
Hasta ese final donde el “realismo sucio” se vuelve “realismo mágico”, donde, como todos sabemos íntimamente pero pocos se atreven a creer, lo imposible se hace realidad.
“Birdman” y Riggan Thompson, que son una misma persona y dos al mismo tiempo, vuela. Desde el caos más absoluto ha encontrado la única salvación posible. Justo lo que todos queremos hacer.

martes, 3 de febrero de 2015

CIEN AÑOS DE "LA METAMORFOSIS" DE KAFKA

  









Manuel Turégano. Escritor, crítico y editor de Contrabando



Con “La metamorfosis” (escrita en 1913 y publicada por primera vez en 1915, hace ahora cien años) Kafka iba a darnos la radiografía más lúcida, más clara y más espantosa de la alienación del hombre en el mundo contemporáneo




En 1907 Franz Kafka culmina los estudios de Derecho para dar cumplida satisfacción a las abrumadoras exigencias familiares, que aspiraban a hacer de él un hombre "útil" para los negocios y para la vida. Pero, para nueva decepción paterna, Kafka se busca un trabajo lejos del negocio familiar, primero en la “Assecurazione Generali” y a partir de julio de 1908 en la Compañía de Seguros y Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Allí permaneció durante 14 años, hasta su prematura jubilación, a causa de la tuberculosis, en julio de 1922.

Ese puesto, eminentemente burocrático, le dejaba al menos las tardes –y parte de las noches– libres para escribir, su única razón de ser, lo único que justificaba su existencia. Escribir se había convertido ya entonces para él en la única manera de vivir una vida que, fuera de la escritura, está totalmente secuestrada. Las exigencias familiares, los requisitos y las convenciones sociales, las demandas laborales… todo conforma –según él­– un edificio de "normas, reglas y exigencias" que secuestran la vida, la "administran" hasta en sus más nimios detalles, succionan de ella todo lo vital. Pero no se conforman con ello. Extienden además una sensación de culpabilidad general para alimentar una espiral de remordimientos: quien no se amolde completamente a lo que se le exige, quien no satisfaga todas esas exigencias punto por punto, quien no cumpla todas esas expectativas ("y realmente nadie puede"), es culpable, y merece condena y castigo. Lo que existe en el mundo moderno no es la presunción de inocencia, sino la presunción de culpabilidad: uno es culpable si no demuestra lo contrario, ¿y cómo hacerlo? Joseph K., el protagonista de El proceso, morirá culpable de un delito que desconoce.

Franz Kafka
Pero antes de llegar ahí, Kafka se detiene en una estación previa. Como confiesa en sus Diarios (iniciados en 1910), muchos días su sentimiento de “extrañeza” –su sensación de ser “un extraño”: alguien que no es propio, a quien no se le reconoce como propio, sino como algo “ajeno”, “distinto”– le hacía que, al despertarse de la siesta, se sintiera como un “escarabajo” tumbado en el canapé de su casa. Su imposibilidad de cumplir los designios paternos le había enajenado ya cualquier tipo de convivencia familiar asumible; las penosas exigencias de su trabajo le sustraían una parte sustancial de las horas útiles de su vida; la vida social cosificada sólo incrementaba su angustia y su desazón. Convertido en un “monstruo extraño”, fantasea con serlo realmente, fantasea con “transformarse” en él. Kafka imagina su “metamorfosis”.

“Para el hombre –escribe Kafka en estos años– la vida natural es la vida humana. Sin embargo, nadie lo ve. Nadie quiere ver ese hecho. La existencia humana resulta demasiado fatigosa, por lo cual deseamos desprendernos de ella, por lo menos en la fantasía… Cobijado en el seno del rebaño, uno desfila por las calles de las ciudades para asistir al trabajo, al pesebre o a las diversiones. No existen milagros, sino sólo instrucciones para el uso, folletos y normas. Uno siente temor ante la libertad y la responsabilidad. Por eso prefiere morir ahogado tras las rejas levantadas por uno mismo”.
Empujado por la “extrañeza” –causada por la alienación–, Kafka imagina una línea de fuga: la posibilidad de transformarse en algo no humano para escapar “de los folletos y las normas” y de “las rejas”. Y de ahí sale Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis. Una metáfora fantástica e imaginativamente poderosa de la alienación humana en las sociedades de capitalismo desarrollado y, a la vez, el anhelo angustioso de una fuga imposible, por la vía de un reingreso en la vida natural.
El protagonista de La metamorfosis, Gregorio Samsa –un joven representante de comercio que mantiene con su trabajo a toda su familia (a sus dos padres y a su hermana, a la que sueña con poderle pagar sus estudios de piano)–, se despierta un día habitual de trabajo en su cuarto convertido en un monstruoso insecto. Reflexiona y piensa aún como el ser humano que fue hasta la víspera, pero su cuerpo, y sus múltiples y móviles y cortas patas, son las de una horrible cucaracha. De hecho, y si exceptuamos el colofón final, todo el relato está efectuado desde la perspectiva de Samsa: vemos lo que él ve, oímos lo que él oye, sabemos lo que él sabe y cuenta… no disponemos de otra perspectiva. Kafka no nos la da.

Las pautadas reflexiones de este “buen hijo” y “buen trabajador”, que cumple a conciencia sus obligaciones, nos van desnudando paso a paso los “motivos” ocultos de su metamorfosis. Descubrimos cómo ha sido utilizado descaradamente por su familia, que vive a su costa sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que esté desperdiciando su juventud en un trabajo alienante que, además, lo mantiene alejado de todo trato con gente de su edad. Tiene, además, que pagar una antigua deuda del padre, quien en principio parece que está impedido para trabajar (o así lo creía Gregorio), pero luego descubrimos no sólo que guarda secretamente cuantiosos ahorros sino que puede trabajar perfectamente. Y a la “explotación” familiar se suma la explotación laboral, absolutamente inmisericorde, a pesar de lo cual no se le tiene la más mínima consideración en la empresa: pese a su entrega, su dedicación y su esfuerzo, a la primera falta lo despiden sin contemplaciones. Reducidas a su verdadera dimensión y a su verdadera naturaleza, las relaciones familiares, las relaciones laborales y las relaciones sociales se muestran como lo que son realmente en las sociedades capitalistas: verdaderas relaciones de explotación y opresión. Y las poderosas maquinarias que respaldan aquellas relaciones (el Estado, la Familia, la Costumbre) reducen al explotado y oprimido a una verdadera condición de insignificante esclavo. Si cede y calla, perecerá aplastado o vivirá condenado a una mísera existencia, dentro de las rejas que él mismo se ponga. Si toma conciencia o se resiste (aunque sea impulsado por el inconsciente) acabará siendo “culpable” y “deudor”, y “un extraño”, un “monstruo”, un insecto monstruoso, Gregorio Samsa.

La “rareza monstruosa” de Gregorio Samsa provoca distintas reacciones entre los personajes, lo que da pie a una de las indagaciones más interesantes del relato. El padre lo rechaza desde el principio e incluso –con el aislamiento y creciente decrepitud del hijo– va rejuveneciendo. La madre mantiene en todo momento su actitud compasiva, pero influenciada por los demás, va dudando cada vez más de que “eso” sea realmente su hijo. La hermana, muy unida siempre a él, comienza por hacerse cargo voluntariosamente de su alimentación, pero conforme comienza a valerse por sí misma, lo va abandonando y al final se convierte en la más activa partidaria de su eliminación, al negarle su condición humana. Ella es la que dictamina que “eso no es Gregorio”, provocando, simbólica y realmente, su muerte. Esta brutal disección de las relaciones familiares enlaza y nos remite a la famosa Carta al Padre que Kafka escribió por estos años y en la que, freudianamente, el escritor checo aspira simbólicamente a enlazar en una sola figura los tres focos históricos de Poder: Dios, el Estado y el Padre, la religión, la sociedad y la familia patriarcal, símbolos esenciales de la opresión.
A ellos Kafka añadirá la “explotación económica”. Aunque siempre se ha sostenido que Kafka vivía enclaustrado en su “torre de marfil”, en realidad fue (y ha sido) uno de los escasos escritores contemporáneos que conoció directamente (y no por referencias) la vida en el interior de las empresas capitalistas y tuvo una relación directa con obreros, a consecuencia de su trabajo. Kafka sabía muy bien de qué hablaba, y cómo allí se encerraba una nueva fuente de la esclavitud moderna. Y así lo refleja en La metamorfosis.

Aunque Kafka se quejó, con razón, del trabajo insípido y burocrático que tenía que llevar a cabo, casi siempre encerrado en la oficina, éste sin embargo dejó en él al menos una huella positiva. Los esmerados y precisos informes burocráticos que tenía que redactar acabaron por influir de forma decisiva en su estilo literario, que perdió así los últimos flecos postrománticos, y adquirió la objetividad precisa y el distanciamiento adecuado para dar a sus narraciones una poderosa sensación de realidad. El tono de “informe” que a veces percibimos leyendo La metamorfosis o El proceso o El castillo constituyen uno de lo mayores logros narrativos de Kafka, y determinan una precisa adecuación entre lo que cuenta y cómo lo cuenta.


Con La metamorfosis Kafka logró taladrar la falsa fachada de “mundo respetable” que tenía la sociedad burguesa de su tiempo, y por el enorme boquete se atrevió a mostrar la verdadera naturaleza de las relaciones en que se cimentaba. Lo que el lector actual descubrirá –con inquietud, tal vez con desolación– es que son las mismas de hoy. Kafka lo escribió hace un siglo. Pero podría haberlo escrito ayer.