sábado, 29 de noviembre de 2014

RODRIGO REY ROSA: "EL REALISMO MÁGICO SIEMPRE ME DIO SUEÑO"


Entrevista realizada por Ignacio Echavarría y que recoge en su libro “Desvíos”(Ediciones Universidad Diego Portales)

"Sal de ese agujero de mierda", le dijo un amigo. Se refería a Guatemala, país en el que Rodrigo Rey Rosa nació y se educó. Corría el año 1979 y el amigo, que viajaba a Tailandia, le ofrecía ocupar por unos meses su apartamento de Nueva York. Asqueado de la situación por la que pasaba su país, Rey Rosa no lo dudó y se fue para allá. Estudió cine, pero sobre todo fue allí donde se consolidó su vocación de escritor, que desde entonces se ha concretado en siete volúmenes, siempre de relatos o de novelas cortas, intensos y concisos, que le han valido una discreta pero sólida reputación dentro de la nueva, o joven, o actual —lo mismo da— narrativa hispánica. La obra de Rey Rosa ha sido traducida —nada menos que por Paul Bowles— al inglés; también al italiano, al griego, al holandés, al alemán y —con notable éxito— al francés. Acaba de ser publicada La orilla africana, y con este motivo se hizo la siguiente entrevista en Barcelona, adonde Rey Rosa llegó desde Tánger, ciudad que ha tenido un protagonismo muy particular en su trayectoria.
¿Cómo llega a Tánger por primera vez?
—En su apartamento de NuevaYork, donde me alojé, mi amigo tenía los cuentos de Paul Bowles, que yo leí con admiración. Al poco tiempo me presenté, casi por probar, a un concurso mediante el que se optaba a unas clases de creación literaria que iba a impartir en Tánger el mismo Bowles. Tuve suerte y pasé la prueba, con un relato escrito en inglés. Eso fue en 1980. Al llegar a Tánger, Paul Bowles —que daba esas clases por necesidades económicas, sin ánimos demasiado pedagógicos, más bien invitándonos a visitarlo libremente en su casa, a tomar un té— me dijo que, puesto que mi idioma era el español, escribiera en esa lengua, que él entendía. Me animó luego a viajar por el país, haciéndome recomendaciones al respecto. Un día, cuando ya llevaba leídas varias cosas mías, me pidió autorización para mandar uno de mis relatos a una editorial neoyorquina que le había pedido una colaboración. Él mismo tradujo el texto, como haría luego con mis primeros tres libros. Su ejemplo, su consejo, su generosidad fueron para mí decisivos.
¿Se considera influido por la cultura árabe?
—El contacto con ella me condujo a experimentar, a través sobre todo de la tradición oral, la sencillez narrativa. Las formas orales, con su modo tan directo de atenerse a la acción del relato, me han servido de ejemplo para eliminar lastres retóricos.
 —Guatemala, Estados Unidos, Marruecos... Y luego, de Unidos, para regresar hace unos años a Guatemala. El conocimiento y frecuentación de tres culturas tan diferentes ¿ha determinado en usted alguna voluntad de mestizaje, de fusión literaria?
—No, o no al menos de un modo consciente o deliberado. Si mi literatura refleja un cierto mestizaje cultural, ello obedece al azar antes que a una intención determinada; y, sobre todo, a mi tendencia a absorber  ecos e influencias de todo tipo.
—¿Cuáles son sus referencias literarias fundamentales?
—La primera y principal fue Borges, cuyas obras completas fueron durante años mi libro de cabecera.
Es curioso, porque de la lectura de sus libros se desprende la impresión de  haber sido usted uno de los pocos que ha escapado de su influencia.
—Tal vez lo haya conseguido, pero hay que tener en cuenta que fue una especie de timidez o de pudor lo que en definitiva contuvo a Borges  de practicar un tipo de narración de carácter oral por el que siempre sintió fascinación y que sólo a partir de su amistad con Bioy Casares se animó a intentar, siempre con mucha prudencia.
—¿ Y la literatura guatemalteca? En España, el conocimiento de la misma se limita prácticamente a un nombre: Miguel Ángel Asturias.
—Y Monterroso..., aunque es verdad que se le suele asociar a la literatura mexicana, por los años que lleva viviendo en ese país, y por el carácter escasamente local de su obra. En cuanto a Asturias, nunca me produjo ningún placer leerlo, fuera de las Leyendas de Guatemala. Me agota, no lo entiendo.
—¿ Y qué pasa con los autores del llamado boom latinoamericano? La literatura que usted practica parece situarse en las antípodas tanto del barroquismo estilístico e imaginativo como del realismo mágico que sirvieron de marca a aquel fenómeno expansivo. ¿Puede hablarse, en su caso como en el de tantos otros, más recientes, de un cierto rechazo a las categorías bombásticas, de algún tipo de beligerancia o de actitud polémica?
—En absoluto. Simplemente, no siento ninguna afición natural por ese estilo, por esa imaginación, por esas maneras. Pero se trata de una cuestión de temperamento. De pereza. El realismo mágico siempre me dio sueño.
—Más acá de Borges, pues, ¿nada?
—Bioy Casares, sí. Y Juan Rulfo, por supuesto. A Sábato —a quien también admiro— me hicieron leerlo en la escuela.
—¿ Y entre los autores que se han dado a conocer más recientemente?
—Sigo poco, mal y desordenadamente la literatura contemporánea. He leído con interés a Roberto Bolaño, también a César Aira.
 —¿ Y qué me dice de la actual literatura española?
—También la conozco poco y mal. Mi último entusiasmo con ella me lo produjo la lectura de Juan Benet. De sus ensayos tanto como de sus novelas.
—Pasemos, pues, a la literatura en lengua inglesa, que seguramente frecuenta con mayor asiduidad. Al magisterio de Bowles, ¿se añade algún otro?
—En su momento leí con fanatismo a Flannery O'Connor. Pero, aunque es cierto que la mayor parte de mi biblioteca está en inglés, leo con predilección ensayos de carácter filosófico. Últimamente estoy leyendo a los ensayistas franceses del siglo XVI. Pero mi admiración mayor se dirige a Wittgenstein, a quien puede considerarse el gran gurú de la sencillez.
—En sus libros se reconoce un trasfondo político poco frecuente en narradores de otras latitudes.
—Seguramente. Pero habría que ponerlo a cuenta de las circunstancias de mi país, particularmente dramáticas y conflictivas. Lo eran cuando salí de él, con el propósito de permanecer fuera. Y lo seguían siendo a mi regreso, hace pocos años. Por lo demás, la inquietud política es un rasgo característico de la literatura de Centroamérica, donde hay autores que han hecho a partir de ella obras de indiscutible calidad literaria, como el guatemalteco Marco Antonio Flores o el salvadoreño Horacio Castellanos Moya.
 —¿Se ha planteado alguna vez, en relación a su trabajo como escritor, la cuestión del compromiso, tan obviada en la actualidad?
—No de una forma expresa. Testimonio, denuncia, compromiso —y también, por supuesto, oportunismo— son categorías que están al orden del día en un país como el mío. Escribí mi novela Que me maten si... como una especie de comentario a todo eso. En cierto modo, en la medida al menos en que se vive en ella, resulta imposible sustraerse a una realidad como la de Guatemala, donde por otro lado la cultura es muy provinciana, muy nacionalista, y no es probable que nadie sienta como propia una novela como La orilla africana. El único compromiso, en definitiva, es el que se mantiene con la literatura; el de hacer las cosas lo mejor posible.
—En cualquier caso, mucho antes que una reflexión política, sus libros transmiten un cierto fatalismo de la violencia contemplada como sustrato de las relaciones humanas.
—Hay que pensar que la violencia ha sido un rasgo recurrente en la historia de mi país. Una especie de atavismo, siempre presente. Basta echar un vistazo a lo que está ocurriendo ahora mismo. Apenas hace cinco años que se ha empezado a salir de una pesadilla, y ya vuelve a emerger un político como Ríos Montt, de pasado más bien tenebroso. De su entorno surge una figura como Alfonso Portillo, que tanto presume de su cultura y de tener una enorme biblioteca, pero del que sus oponentes sacaron a relucir su participación en una reyerta de cantina en la que murieron dos mexicanos. Algo que, por otro lado, no ha hecho más que disparar su popularidad. Y no sólo por ser las víctimas mexicanos, sino por el grado de arrojo y de gallardía que implica por parte de Portillo, que ha aprovechado la circunstancia para declarar que igual que se las tuvo con aquellos mexicanos defendería a su país.
 —¿Cuánto tiene que ver esa cultura de la violencia con la condición de la población india, tan silenciosa pero tan omnipresente?
—Mucho, sin duda. Los indios han sido desposeídos de una naturaleza con la que mantenían una relación armónica, muy intensa. El progreso ha roto con eso. A su vez, y a efectos de combatir la influencia del catolicismo, muy comprometido con las reivindicaciones de los indígenas, Estados Unidos ha financiado la expansión del evangelismo, que mina las estructuras de poder y las formas tradicionales de la espiritualidad indígena, de corte animista. De la fractura de las formas de vida ancestrales surge la violencia como reacción.
—¿Se ha interesado usted por las culturas indias de su país?
—Sí, claro. Incluso he tratado de aprender algo de su lengua. Durante un tiempo me dediqué a recoger narraciones orales, siempre maravillosas, algunas de las cuales —muy pocas— quedaron recogidas en un pequeño volumen publicado en Guatemala. Es algo que me propongo continuar haciendo algún día, hasta completar un libro de mayor envergadura.


Diciembre, 1999.

lunes, 3 de noviembre de 2014

JOHN BANVILLE: LA JOYA DE IRLANDA

Con motivo de la entrega, hace unos días, del Premio Príncipe Felipe de las Letras 2014 a John Banville, rescatamos esta reseña de J.Albacete publicada en De Verdad Digital en 2009

John Banville es, desde hace muchos años, el gran clásico "excéntrico" de las letras irlandesas: un autor cuya literatura escapa a los estereotipos del escritor irlandés, obsesionado por su país natal y por los episodios de su trágica historia, pero que a la vez es el mayor y más destacado heredero de Joyce o Beckett, por la elegancia y la calidad de su prosa y por la hondura y penetración de su mirada. Banville, que reside habitualmente en Dublín, afirma que "la única manera de escapar de Irlanda es vivir aquí".
Es un verdadero prodigio, pero una auténtica realidad, que la pequeña isla de Irlanda sea uno de los mayores viveros literarios de Europa en la última centuria. Y si el pasado es glorioso, el presente sigue siendo sumamente prometedor.

El gran testigo de la literatura irlandesa del presente lo lleva aún John Banville, un “clásico” moderno, un escritor atípico, un irlandés universal, amante de las paradojas y desvelador de imposturas, un escritor ante el que uno se detiene una y otra vez asombrado por la belleza de su prosa, hechizado por el magnetismo de algunas de sus frases, que son verdaderas joyas talladas por un orfebre del lenguaje que me atrevería a llamar único en el panorama literario del presente.

John Banville nació en Wexford, una pequeña ciudad de provincias del sur de Irlanda, en 1945. “Los mejores recuerdos que tengo de ese sitio son las veces que me iba de allí”, escribió una vez. Nunca concluyó sus estudios, es un perfecto autodidacta. Su primer trabajo, al abandonar su casa, fue el de oficinista de unas líneas aéreas: aprovechando los descuentos que ello le permitía, viajó y conoció medio mundo. Vivió en Estados Unidos entre 1968 y 1969. A su regreso trabajó en varios diarios irlandeses, ocupándose ante todo de crítica literaria  y periodismo cultural y en 1970 publicó su primer libro.

Su obra, abundante y muy singular, se distribuye en varias etapas. En la de formación, su obra central es “Birchwood” (1973), una crónica de la decadencia de la vieja clase dominante irlandesa, la minoría angloirlandesa protestante, con todas los ingredientes del género: una gran mansión, el señor de la casa alcoholizado, la señora mentalmente desquiciada, los criados grotescos, la casa que se cae a pedazos, ... Pero Banville no se ciñe por completo al molde: introduce elementos novedosos y, a la par, va cincelando su peculiar instrumental expresivo, su singular manera de “narrar” como si estuviera pintando un cuadro o tallando una escultura.

Su segunda etapa se extiende durante la década que va de 1976 a 1986, y en ella da a luz su tetralogía de novelas “científicas”: “Dr. Copernicus”, “Kepler”, “The Newton Letter” y “Mefisto”. La pretensión esencial de Banville con estas obras es mostrar la vida de estos grandes honbres de ciencia que construyeron sistemas para entender el mundo, pensando erróneamente que podían llegar a alcanzar la ckave para entender el universo. Banville compara esta actitud con la del artista, que también aspira a construir un modelo desde el que interpretar el mundo, pero que también está condenado al fracaso. Por eso, para él, la única justificación, la verdadera y única razón para dedicarse al arte, no va a ser “construir otro de esos sistemas” destinados al fracaso, sino “mostrar el absoluto misterio de las cosas”.

La tercera etapa de Banville está formada por la trilogía que tiene como protagonista a Freddy Montgomery, un impactante personaje literario, violento, parásito, amoral, borracho y totalmente insensible al arte: de las tres, la primera, “El libro de las pruebas” (“The Book of Evidence”, 1989) es la más lograda.

La última etapa de Banville está configurada por cuatro novelas que no tiene una gran unidad temática entre sí, pero que han cimentado definitivamente el techo de su grandeza literaria. Dos de ellas se apoyan en figuras reales: “El intocable” (1997) en la del conocido crítico de arte británico Anthony Blunt, que fue toda su vida un espía soviético; e “Imposturas” (2002), en el profesor de Yale Paul de Main, que en su juventud escribió artículos antisemitas para un periodico filonazi. Banville se inmiscuye en el territorio de la mentira, para demostrar que hay mentiras aún más grandes que las ya conocidas.

En “Eclipse” (2000) y “El mar” (2005), Banville hace que sus protagonistas, ya muy maduros, regresen a la infancia y pongan en marcha la esquiva máquina de los recuerdos. Dos obras de un enorme talento narrativo, en que el autor se recrea en el ejercicio de hurgar en el pasado con la intención de entender algún acontecimiento traumático. Dos novelas que lo consagran como el gran clásico moderno de las letras irlandesas y uno de los grandes escritores contemporáneos.