miércoles, 28 de agosto de 2013

¿Cómo leer?












¿Cómo leer la literatura? ¿Como vemos la televisión: es decir, como una forma de entretenimiento o evasión? ¿O con la actitud del ilustrado, que divorcia la ficción del verdadero conocimiento?
En uno de los capítulos de su libro de ensayos "Crítica y ficción", Ricardo Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1940) recoge una entrevista concedida por él a mitad de los años noventa y dedicada exclusivamente a un tema: William Faulkner.
El “tema” no es, desde luego, menor, porque desde los años 30 y hasta bien entrados los 60 y los 70, Faulkner era la referencia básica de toda la narrativa hispanoamericana: de Borges a García Márquez, pasando por Onetti o Sabato, y llegando hasta el propio Piglia, cuya obra capital, “Respiración artificial”, de 1980, todavía se mueve en el interior de una atmósfera netamente faulkneriana.
 Piglia aborda muchas cuestiones en esa entrevista, pero me parecen especialmente relevantes las que se refieren a Faulkner “como lector”. Piglia se detiene inicialmente en una frase que Faulkner colocó en la introducción de 1933 a su libro “El ruido y la furia”: “Escribí este libro y aprendí a leer”. Escribir -dice Piglia- cambia el modo de leer y, en consecuencia, todo escritor construye (o reconstruye) su propia tradición y su propia genealogía literaria, a partir de su propia obra. No hay patrón objetivo: el canon viene definido por lo que se escribe.
  Pero, ¿desde dónde escribía/leía Faulkner?
Su posición era verdaderamente excéntrica. Desde el sur derrotado y marginado, la cultura de la costa Este era algo exterior: él estaba fuera, y lo veía todo desde fuera. Podía leer “de otro modo”; no como un “culto universitario” del Este, sino “como un campesino”, según él mismo decía con una ironía muy sofisticada.
 Esa combinación de leer “como un escritor” (y no como un intelectual) y de leer “como un campesino” (y no como un hombre de letras), dice Piglia, hacen de Faulkner un lector extraordinario: “todo lo que dice de la literatura contemporánea es muy inteligente”.
Y especialmente acertado le parece lo que dice sobre Joyce: “Joyce - dice Piglia – debe ser el escritor más estudiado del siglo XX, pero nadie lo leyó tan bien como Faulkner”. Y quizá la clave de ello está en lo que el propio Piglia cita en otro momento de la entrevista, trayendo a colación una frase de Faulkner extraída de la mítica entrevista al escritor publicada por “Paris Reviw”: “Hay que leer el Ulises con fe”.

“Hay que leer la literatura con fe, es decir como un modelo de vida, como un oráculo personal”, reafirma Piglia. Esa es la verdadera lección. Y concluye reconociendo: “Eso han sido los libros de Faulkner para muchos de nosotros: formas de experiencia, acontecimientos importantes en la vida personal”.

martes, 13 de agosto de 2013

¡Suicídate, lector!



 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No me ha sorprendido, en absoluto, que la palabra que cierra esta breve, densa y asfixiante novela, sea la palabra “salvaje”. Y no lo digo ya por la sombra oscura y protectora de “Los detectives salvajes”, de Bolaño. O por el más cercano eco de “Las teorías salvajes”, de Pola Olaixarac. Sino porque “salvaje” ha devenido -cómo, por qué- en un adjetivo imprescindible. Un adjetivo que incendia los vastos pabellones vacíos donde celebró sus fiestas la extinta posmodernidad. Ese planeta sin atmósfera donde respiramos tantos años los leves aromas de una aparente eutanasia indolora.

El cuchillo de esa madre que brilla y refulge en la primera página de “Matate, amor”, oculto a la sombra de un arbusto pero apuntando al marido y al bebé, presagia desde un principio una atmósfera muy poco posmoderna. Más bien un retorno a “lo salvaje”: lo salvaje como lo brutal, o lo cruel extremo, como un signo inequívoco y distintivo de nuestro tiempo. Pero también “lo salvaje” como esa fuerza (humana) no civilizada que aún llevamos dentro, no como una marca edénica (“el buen salvaje”), sino como un requerimiento insaciable e ingobernable: la voz atormenta e imperiosa del deseo, ese fuego oscuro y devastador que renace aquí, no en su versión algodonosa y edulcorada, o en la zombi y vampiresca, sino como un carbón encendido que busca sólo lo extremo: posesión o aniquilación, locura o muerte.

“Matate, amor” es un relato de un nuevo tiempo.Que busca y encuentra para ello un nuevo lenguaje. Denso, hiriente, sin ninguna concesión. Quizá con algún altibajo (de primeriza, tal vez). Un lenguaje que, si acaso, recuerda o evoca la literatuta aforística de Fleur Jaeggy (pero sin su frialdad centroeuropea). Cada palabra pesa. Cada frase obliga a pensar (horror, lector, esa vieja puta exigencia de la gran literatura). La trama no se despliega, sino que se espesa, se adensa. Ariana Harwicz se lo juega todo a una carta: el lenguaje. Y vence. Pero, además, cuenta, narra, trama. Sin soltar al lector del yugo que le ha puesto en el primer párrafo de la primera página. Y ese  yugo es la voz terrible y angustiada de una mujer que cuchillo en mano parece acechar a su marido y a su hijo; aunque no tardaremos en ver que, más bien, ella es la fiera acechada, acorralada, herida, sangrante... Perdida en el bosque y en el interior de sí misma, acanallada y doliente por las exigencias delirantes de su deseo, quiere y no quiere romper todas sus amarras, huir, matar, morir, amar, ser amada, sentir, ser libre, no ser lo que es, regresar a un punto imposible de su vida, aniquilar su fuego interno o quemarse en él. No hay espacio para el sosiego, la mesura, el equilibrio, la negociación. El viento agita el bosque y el deseo agita su vida, sin remedio. La locura acecha. El homicidio acecha. El suicidio acecha. El deseo lo incendia todo.

El lector, habituado a los dulces y serenos vaivenes de la prosa adormecida, a las suculentas y frías intrigas del poder y del dinero, a las amables asechanzas del corazón adolescente... se sentirá maltratado por la prosa de Harwicz. Pero eso es la literatura. Un anzuelo que no deja en paz a los peces. Que duele cuando picas. Que te saca de tu medio (del agua al aire). Para luego devorarte.

Por eso mi consejo es este: ¡Suicídate, lector! Lee “Matate, amor”.