Artículo de J. Albacete publicado en De Verdad Digital el 2 de noviembre de 2018
Después de una larga y fructífera trayectoria como poeta y cuentista, Jesús Zomeño renueva su extraordinario talento con su primera novela.
Ese rasgo no consiste en que escriba bien (Levrero decía que un gran escritor puede “escribir mal”, y ponía como ejemplo a Kafka), o en que cuenten historias particularmente atractivas o arriesgadas, que en efecto lo suelen hacer, sino en que siempre abordan grandes temas. Los grandes escritores siempre dan con grandes temas, con cuestiones que atañen o conciernen a toda o gran parte de la humanidad, asuntos que definen las entrañas de nuestro tiempo, o indagan y desvelan perfiles esenciales de lo real, o penetran hasta el corazón de la intrincada naturaleza del hombre.
En su intenso y poliédrico ciclo sobre la Primera Guerra mundial, que incluye una cincuentena larga de cuentos, repartidos en al menos cuatro libros, Jesús Zomeño consiguió meter en ese espacio mínimo que es la trinchera (y sus aledaños) todo el catálogo de reacciones y comportamientos que los humanos somos capaces de concebir y desarrollar cuando estamos desnudos, frente a una muerte absurda e inminente, todo aquello que podemos imaginar para sobrevivir o para ser felices hasta el último minuto. En ese ring mínimo, pero donde cabe todo, los personajes de Zomeño son púgiles que luchan contra un enemigo desconocido e invisible pero devastador, a sabiendas de que su condena ya ha sido dictada. Enterrados en un hoyo minúsculo y hostil, y sentenciados a una muerte tan segura como absurda, estos personajes aún son capaces de atisbar un rayo de esperanza, tener un recuerdo bello o soñar con un amor perdido.
Con “El cielo de Kaunas”, su primera novela, Zomeño abandona el escenario, el ring donde estuvo ocho años combatiendo, y se traslada a un presente mucho más cercano, a un conflicto nuevo, a una realidad cuya hostilidad ha cambiado de forma pero no de criterio, y se apresta a mirar, con ojos fríos y mente despiadada, los escombros en que ha quedado convertido aquel magno edificio que fue la Unión Soviética, y que comenzó a erigirse en 1917, hace ahora un siglo, tras la Revolución de Octubre.
Aquel magno edificio albergó durante muchas décadas los sueños y las esperanzas, no solo de los rusos, o de la inmensa legión de pueblos que vivieron bajo el yugo protector del imperio soviético, sino de buena parte de las clases trabajadoras de todo el mundo, y de una enorme pléyade de artistas e intelectuales, que creyeron a pies juntillas (como en su día lo hicieron los primeros cristianos, o en los siglos XVIII y XIX los ilustrados) en que allí, en el seno de aquel imperio, se estaba edificando una nueva sociedad, sin opresores ni oprimidos, sin explotadores ni explotados, en fin una nueva sociedad de hombres realmente iguales y libres, que cumpliría por fin en la tierra el sueño que todas las religiones postergaban para “la otra vida”.
Ciertamente que mucho antes de producirse su derrumbe, la incongruencia absoluta entre los postulados que se defendían y las realidades que se estaban construyendo, llamó la atención de muchos (incluidos muchos comunistas) que décadas antes del derrumbe comenzaron a cuestionar aquello y a poner en evidencia que aquel nuevo paraíso que se vendía era lo más parecido que podía imaginarse al infierno. El gulag, los feroces procesos en los que dirigentes revolucionarios eran obligados a acusarse y reconocerse como espías y traidores antes de ser fusilados el expansionismo militarista…, no eran “inventos” del enemigo, sino realidades irrefutables.
A pesar de ello, y de otras muchas evidencias, el Imperio siguió creciendo y esclavizando pueblos y naciones, invadiendo países y subvirtiendo partidos, hasta los años 80. Pero ya a finales de esa década, los embates de los pueblos contra sus rejas imperiales (en Polonia, Afganistán…), el colapso de su economía burocrática y apelmazada, su incapacidad para seguir costeando la enloquecida carrera armamentística a la que le retó la potencia rival (EEUU), llevaron al colapso total del régimen soviético, que pese a los esfuerzos “reformistas” de Gorvachov para mantener en pie el edificio y remozarlo desde dentro, no resistió la degradación de sus vigas principales y se hundió como un castillo de naipes.
Para los millones y millones de personas que vivieron dentro de ese edificio carcelario y decrépito, cuya vida había transcurrido siempre dentro de él, que no conocían otra realidad (más que a través de la imagen deformada que les suministraba la propaganda del Imperio), la caída de la URSS supuso algo más que un accidente político o histórico, fue el derrumbe inapelable de toda su vida, de todos sus referentes, de todos sus valores, de sus formas de relación, la negación radical de su historia personal de todo aquello en lo que (bien o mal) habían vivido y creído toda su vida. Como dice en la cita inicial del libro la premio nobel de literatura, Svetlana Aleixievich, “no teníamos otra memoria que la del comunismo”.
La rápida sustitución de aquella forma de vida, sustentada en el engaño de un ideal traicionado, por una forma salvaje, selvática y gangsteril de capitalismo neoliberal, añadió una buena dosis de incertidumbre, miedo, desconcierto y angustia a unas poblaciones que acababan de ver hundirse su forma de vida (además, en un mundo en el que ahora se veía el pasado como criminal y abominable) para verse lanzados, de pronto y sin paracaídas, a la selva virgen de la “libertad de mercado”, a la tiranía del dinero y la ley del más fuerte…
Jesús Zomeño |
“El cielo de Kaunas”, de Jesús Zomeño, es una mirada lúcida y descarnada sobre la sociedad postsoviética, sobre las ruinas (humanas) que dejó aún en pie el hundimiento de aquel transatlántico, que se echó a la mar con la esperanza de redimir a la humanidad y zozobró en los arrecifes de la realidad tras mutar por el camino en un barco negrero.
Los personajes que Jesús Zomeño pone en escena en “El cielo de Kaunas” ya no tienen sueños grandiosos, viven enfrentados a una realidad que les supera y que no entienden bien, que los empuja a otro naufragio. No tiene armas con las que sobrevivir a la nueva realidad, y los recursos que encuentran para sobrevivir son contraproducentes y los aniquilan. Lo mismo el viejo francotirador del ejército que aspira a corregir la deriva social provocando un dolor que solo despierta la indiferencia, o los jóvenes cachorros criados de la experiencia chechena, cuyo destino es una fuga enloquecida hacia la destrucción.
Junto a estos personajes, que nutren las partes I y II del libro, Zomeño ha tenido el acierto de introducir a un observador más cercano a nosotros, una tercera historia, más familiar, la de un policía español que viaja a Kaunas buscando las ruinas de un amor perdido, porque la mujer lituana que ama ha muerto, la ha matado su marido. No sabe bien lo que espera encontrar allí, tal vez “un rayo de luna”, como le dice un compañero del cuerpo al despedirlo en el aeropuerto… tal vez se busca a su mismo, y este tercer viaje del libro sea un viaje interior… Allí encuentra, no obstante, a una camarera de hotel, que noche a noche le va a ir contando las peripecias de un caso criminal… que le sirven al autor para hacer una jocosa parodia de los policiales a lo Agatha Cristie y dibujar el débil perfil de una esperanza bajo el gélido cielo de una Lituania congelada.
Escrita con un lenguaje duro y terso, afilado, sin recurrir a pomposas explicaciones ni a innecesarias justificaciones, “El cielo de Kaunas” es una novela de ficción realmente ambiciosa, pero a la vez humilde; compleja, pero fácil de leer; no es un trhilller al uso, pero engancha al lector como si lo fuera;la estructura de la novela encierra algún que otro enigma, que el lector atento sin duda desvelará.
No son muchas las incursiones de nuestra literatura en temas así, más trascendentes y actuales de lo que parecen. Por lo que uno haría bien en echarle un ojo a las páginas espléndidas de este libro… antes de confiar en cualquier salvador del mundo que se le presente. Y cada día abundan más.
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