Jesús García Cívico entrevista a Francisco Ferrer Lerín para la revista Quimera. Publicada en el nº 446 (febrero 2021).
Francisco Ferrer Lerín. Foto de Ruth Barrachina |
Francisco Ferrer Lerín. Foto de Ruth Barrachina |
Clara Obligado |
A partir de este precioso instante me autodesigno reseñista oficial de los
territorios intermedios. Del no soy de aquí ni soy de allá. De lo mestizo,
monstruoso, centauro, híbrido, hermafrodita, impuro y heterodoxo. De lo pequeño
e instrumental. De lo traducido porque, como apunta Clara Obligado, la escritura es un modo de
traducción. Si a esa idea le añadimos esa otra de que hablamos una misma lengua
con la que a veces no nos entendemos, me autodesigno otra vez reseñista de los
espacios interdigitales porque yo no escribo lecturas críticas ni de españolas
vivas ni de españoles vivos. Así que, aunque Clara Obligado lleve cuatro décadas en España, no voy a considerarla
una autora española: a ella esa cariñosa adopción le parecería un gesto de
condescendencia. Tampoco voy a considerarla una autora argentina y muchísimo
menos una autora latinoamericana, minimizada bajo el paraguas de un lugar
homogeneizado a la fuerza, que son muchos lugares a la vez. En todos estos
jardines se mete Una casa lejos de casa, que, desde su concepción genérica,
parte de una fusión posterior a la fisión y al exilio político, desarraigo,
distancia, la fantasía de la religación y el peso —no la volatilidad— de la no
pertenencia. Obligado escribe una memoria autobiográfica que es memoria de la
escritura y de una concepción de la lengua instalada en la extranjería: esa
mirada extrañada sobre lo aparentemente innato es la marca que, tal vez, define
el lenguaje literario. La escritura acoge y magnifica nuestras contradicciones.
Blasco Marqués, o Miguel Blasco, como prefieran, podría haberse unido a la caravana de los “detectives salvajes” de Roberto Bolaño y haber salido con ellos a la caza y captura de experiencias vitales fuera de cualquier zona de confort conocida. Pero el caso es que nació en el Levante español muchos años después de que terminaran las aventuras de Bolaño y compañía, y ha sido a este contexto histórico del mundo 2.0, la sociedad de la ¿información? y las falsarias vidas públicas de Instagram al que Blasco ha tenido que adaptar su modus vivendi algo nómada y su corazón de filósofo.
Coqueteó con lo audiovisual, se ha codeado con muchos de sus referentes artísticos/ideológicos y después de mucho vagamundear terminó en algún lugar de la Alpujarra granadina “contrabandeando” con libros. Blasco siempre fue escritor, con o sin obra publicada, ¿acaso importa?, pero ahora también es editor y ha sido en Che Books, una filial de la valenciana Ediciones Contrabando, donde acaba de publicar Hollywood, La Alpujarra, una suerte de recapitulación novelada de su vida a mil metros de altitud y de su vuelta a la civilización occidental toda vez que ya bajó de las montañas para instalarse, no sabemos durante cuánto tiempo, en Valencia.
Después de la Primera Guerra Mundial, Robert Graves se refugió en Mallorca y Gerald Brenan en La Alpujarra. ¿De qué guerra huías cuando fuiste a la Alpujarra?
Si huía de algo era de mí mismo, que al final es de lo único que uno puede escapar. Atravesaba una época, por decirlo mal y rápido, muy hippie. Más hippie que Cristina Morales, para que te hagas una idea. Hasta creía que se podía vivir en comuna. A Cristina Morales no la veo viviendo en una comuna, a no ser que la dirija ella con mano férrea. Venía de haber pasado dos años viajando por Latinoamérica y allí me había encontrado con lo que aquí consideraríamos grandísimos vagos y vagas, gente que vivía con lo puesto, en la Naturaleza, con su huerto, sus gallinas, con mucho mundo interior, trabajando poco o nada. ¡Y eran tan felices!… Asi que a nuestro regreso a España —iba con mi pareja, estas cosas es mejor hacerlas en dupla—, se nos ocurrió la peregrina idea de grabar un documental sobre comunidades alternativas, ecoaldeas, etc.; investigamos un poco por internet, desplegamos un mapa, tiramos una moneda al aire y salió empezar por la comuna El Beneficio, sita entre Órgiva y Cañar, en la Alpujarra granadina. Y para allá que nos fuimos. Y como no se estaba nada mal, nos quedamos cinco años. No solo en esa comuna, por toda la Alpujarra, y enseguida —se practica mucho amor libre allí— ya no juntos sino separados.
Un amigo mío decía que no le gustaban las orgías porque uno pierde la concentración, otro amigo decía que no le gustaban las comunas hippies porque había estado en dos y todos querían hacerlo con tu mujer pero que respetaras a las suyas. Creo que la comuna es una microsociedad que potencia las tendencias del ser humano. ¿La libertad fomenta la bondad o los espíritus, buenos o malos, los llevamos dentro, sea en Wall Street o en la Alpujarra?
Coincido con la apreciación de tus amigos. En el libro, ya sabes, reflexiono sobre ello. Ahora bien, frente al dilema ético que me planteas, yo diría que en Wall Street la gente busca encontrar algo —¿dinero? ¿poder?— y en la Alpujarra vi gente menos preocupada por esa búsqueda. Libres —y habría que entrecomillar eso de libres—, buenos o malos… Pues como en todos los sitios, sí.
A veces las cosas, lo material, disfrazan los sentimientos y los impulsos naturales del hombre. En una guerra suele primar la solidaridad en un primer momento pero luego, cuando se prolonga, surgen los instintos egoístas. Cuando en una guerra no queda nada superfluo, la lucha es por lo esencial y eso es la última frontera, la más encarnizada, la que no admite un paso atrás. Me interesa la Alpujarra, pero la entrevista está quedando demasiado profunda. Frivolicemos, ¿en algún momento te tentó la idea de comprarte un burro?
(Se ríe) Pues sí, en efecto, fantaseé muchas veces con tener un lindo burrito alpujarreño. No tenía donde caerme muerto pero me fascinaba cada vez que veía uno, esa sabiduría que guardan, lo nobles y cariñosos que son. Un animal fantástico, sin duda. Al llegar viví un tiempo en una furgoneta, ahí difícil, y luego ascendí en la escala social haciendo de guardés o encontrando casas de pueblo vacías por módicos alquileres, pero claro, no eran mías, no tenía terreno, en fin, resultaba inapropiado tener un burro. La gran sorpresa fue cuando, el tercer o cuarto año, a un amigo que vivía en un cortijo le regalaron uno y me dejó cuidarlo. Un burrito alpujarreño chiquitín, peludito, marrón. Fyodor, le llamamos. El rey de la Alpujarra, indiscutiblemente, su dueño no lo tenía para currar, lo tenía de corta-césped, imagínate. Gran compañero de lectura, lo echo mucho de menos.
Resulta inquietante que rompieras con tu novia y que un burro fuera tu mejor compañero de lectura. ¿El camino de la Alpujarra te llevó a alguna parte? Quiero decir que, siendo el viaje místico con el que todos soñamos, desprendernos de todo y vivir al día, al final, ¿aprendes algo o simplemente es un relajo temporal? ¿Te ha cambiado la vida o ahora prefieres el whisky de Malta?
El camino de la Alpujarra me llevó a comprender, como a Lao Tsé, que no hay victoria más resplandeciente que una derrota. Y muchas otras cosas, en el libro salen. La Alpujarra ha sido un hito, luego he proseguido mi deambular. Ahora, eso sí, el gran regalo que me llevo es poder ver o interpretar el mundo desde una perspectiva alpujarreña. De ahí tu sorpresa, tal vez, en la anterior pregunta.
Lo del burro no es una sorpresa, en serio, es un mito desde Juan Ramón Jiménez o Sancho Panza. Un amigo mío tenía dos burros en su campo. Si la gente lo pudiera subir a un quinto, tendría un burro en su casa en vez de un perro o un gato. Sin embargo, parece que al alejarte y volver a Valencia es cuando ves mejor lo que la Alpujarra ha significado para ti. ¿Me recomendarías ir a purificarme o mejor imaginármelo desde casa?
Ese es un reto que a los espíritus inquietos les ha surgido tras la lectura de la novela. Por ahora, —no quisiera haber hecho una novela anti-turística—, varias personas me han dicho: oye, pues ya me hago una composición de lugar sobre el sitio y la verdad es que paso de ir… Pero también espero que surja lo contrario. Si quieres vamos unos días o un fin de semana, cuando se pueda; solamente a nivel paisajístico tiene muchos rincones que se asemejan al paraíso. Es un sitio hermoso, los místicos sufíes aseguraban que era “el ombligo del mundo”…
¿Resumirías de algún modo tu estancia allí?
El haberme pasado cinco años por allá me ha diplomado en espiritualidad de garrafón, detección de falsos gurús, poliamor y otras formas de sexualidad aparentemente no jerarquizadas. Aquello es como vivir en el seno de una Familia Manson más festiva y delirante.
Tras tu periplo por la Alpujarra, vuelves a Valencia y te instalas en Liria, en una urbanización a la que llamas Hollywood. Lo curioso es que cambias los personajes y el análisis del entorno rural alpujarreño para centrarte en los personajes y análisis del entorno cultural de Valencia. ¿Por qué pasas de un esperpento al otro?
De un bloque a otro, de la Alpujarra a Hollywood, —el libro está contado al revés— lo que cambia es el protagonista. Y me atrevería a decir que ese cambio está íntimamente conectado con lo femenino. En una parte anda buscando algo y en la otra ya lo ha encontrado. Lo mordaz lo lleva en la mochila, de serie.
La cultura debe provocar malestar, regurgitación, desvelos, pensamiento crítico… No la veo como la fase final de nada ni como un sitio al que llegar y aposentarse. El símil con la Guerra de las Galaxias lo veo más por el lado de que cada escritor, al igual que Luke Skywalker, debe tener sus maestros jedi literarios. Y revisitarlos y leerlos mucho antes de emprender esa batalla que supone ponerse a escribir un libro. ¿Y quién sería Darth Vader?, me pregunto. ¿Paulo Coelho? Ese lado oscuro que tiene la escritura, ese peligro de convertirse en algo complaciente, en un producto, en un abismo de inutilidad…
¿Cómo pretendes afrontar la promoción y distribución del libro en estos tiempos difíciles?
Con calma. Creo que si el libro merece la pena, funcionará el boca-oreja. Y el confinamiento invita a la lectura. En cuanto a las presentaciones, con los aforos reducidos en las librerías, haremos las que se puedan, serán más íntimas, mejor. O virtuales. Muy posiblemente haga una en México vía Zoom. The show must go on.