Manuel Turégano. Escritor, crítico y editor
de Contrabando
Con “La metamorfosis”
(escrita en 1913 y publicada por primera vez en 1915, hace ahora cien años)
Kafka iba a darnos la radiografía más lúcida, más clara y más espantosa de la
alienación del hombre en el mundo contemporáneo
En 1907 Franz Kafka
culmina los estudios de Derecho para dar cumplida satisfacción a las
abrumadoras exigencias familiares, que aspiraban a hacer de él un hombre
"útil" para los negocios y para la vida. Pero, para nueva decepción
paterna, Kafka se busca un trabajo lejos del negocio familiar, primero en la
“Assecurazione Generali” y a partir de julio de 1908 en la Compañía de Seguros
y Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Allí permaneció durante 14 años,
hasta su prematura jubilación, a causa de la tuberculosis, en julio de 1922.
Ese puesto, eminentemente
burocrático, le dejaba al menos las tardes –y parte de las noches– libres para
escribir, su única razón de ser, lo único que justificaba su existencia.
Escribir se había convertido ya entonces para él en la única manera de vivir
una vida que, fuera de la escritura, está totalmente secuestrada. Las
exigencias familiares, los requisitos y las convenciones sociales, las demandas
laborales… todo conforma –según él– un edificio de "normas, reglas y
exigencias" que secuestran la vida, la "administran" hasta en
sus más nimios detalles, succionan de ella todo lo vital. Pero no se conforman
con ello. Extienden además una sensación de culpabilidad general para alimentar
una espiral de remordimientos: quien no se amolde completamente a lo que se le
exige, quien no satisfaga todas esas exigencias punto por punto, quien no
cumpla todas esas expectativas ("y realmente nadie puede"), es culpable,
y merece condena y castigo. Lo que existe en el mundo moderno no es la
presunción de inocencia, sino la presunción de culpabilidad: uno es culpable si
no demuestra lo contrario, ¿y cómo hacerlo? Joseph K., el protagonista de El
proceso, morirá culpable de un delito que desconoce.
Franz Kafka |
Pero antes de llegar ahí,
Kafka se detiene en una estación previa. Como confiesa en sus Diarios
(iniciados en 1910), muchos días su sentimiento de “extrañeza” –su sensación de
ser “un extraño”: alguien que no es propio, a quien no se le reconoce como
propio, sino como algo “ajeno”, “distinto”– le hacía que, al despertarse de la
siesta, se sintiera como un “escarabajo” tumbado en el canapé de su casa. Su
imposibilidad de cumplir los designios paternos le había enajenado ya cualquier
tipo de convivencia familiar asumible; las penosas exigencias de su trabajo le
sustraían una parte sustancial de las horas útiles de su vida; la vida social
cosificada sólo incrementaba su angustia y su desazón. Convertido en un
“monstruo extraño”, fantasea con serlo realmente, fantasea con “transformarse”
en él. Kafka imagina su “metamorfosis”.
“Para el hombre –escribe
Kafka en estos años– la vida natural es la vida humana. Sin embargo, nadie lo
ve. Nadie quiere ver ese hecho. La existencia humana resulta demasiado
fatigosa, por lo cual deseamos desprendernos de ella, por lo menos en la
fantasía… Cobijado en el seno del rebaño, uno desfila por las calles de las
ciudades para asistir al trabajo, al pesebre o a las diversiones. No existen
milagros, sino sólo instrucciones para el uso, folletos y normas. Uno siente
temor ante la libertad y la responsabilidad. Por eso prefiere morir ahogado
tras las rejas levantadas por uno mismo”.
Empujado por la
“extrañeza” –causada por la alienación–, Kafka imagina una línea de fuga: la
posibilidad de transformarse en algo no humano para escapar “de los folletos y
las normas” y de “las rejas”. Y de ahí sale Gregorio Samsa, el protagonista de La
metamorfosis. Una metáfora fantástica e imaginativamente poderosa de la
alienación humana en las sociedades de capitalismo desarrollado y, a la vez, el
anhelo angustioso de una fuga imposible, por la vía de un reingreso en la vida
natural.
El protagonista de La
metamorfosis, Gregorio Samsa –un joven representante de comercio que
mantiene con su trabajo a toda su familia (a sus dos padres y a su hermana, a
la que sueña con poderle pagar sus estudios de piano)–, se despierta un día
habitual de trabajo en su cuarto convertido en un monstruoso insecto.
Reflexiona y piensa aún como el ser humano que fue hasta la víspera, pero su
cuerpo, y sus múltiples y móviles y cortas patas, son las de una horrible
cucaracha. De hecho, y si exceptuamos el colofón final, todo el relato está
efectuado desde la perspectiva de Samsa: vemos lo que él ve, oímos lo que él
oye, sabemos lo que él sabe y cuenta… no disponemos de otra perspectiva. Kafka
no nos la da.
Las pautadas reflexiones
de este “buen hijo” y “buen trabajador”, que cumple a conciencia sus
obligaciones, nos van desnudando paso a paso los “motivos” ocultos de su
metamorfosis. Descubrimos cómo ha sido utilizado descaradamente por su familia,
que vive a su costa sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que esté
desperdiciando su juventud en un trabajo alienante que, además, lo mantiene
alejado de todo trato con gente de su edad. Tiene, además, que pagar una
antigua deuda del padre, quien en principio parece que está impedido para
trabajar (o así lo creía Gregorio), pero luego descubrimos no sólo que guarda
secretamente cuantiosos ahorros sino que puede trabajar perfectamente. Y a la
“explotación” familiar se suma la explotación laboral, absolutamente
inmisericorde, a pesar de lo cual no se le tiene la más mínima consideración en
la empresa: pese a su entrega, su dedicación y su esfuerzo, a la primera falta
lo despiden sin contemplaciones. Reducidas a su verdadera dimensión y a su
verdadera naturaleza, las relaciones familiares, las relaciones laborales y las
relaciones sociales se muestran como lo que son realmente en las sociedades
capitalistas: verdaderas relaciones de explotación y opresión. Y las poderosas
maquinarias que respaldan aquellas relaciones (el Estado, la Familia, la
Costumbre) reducen al explotado y oprimido a una verdadera condición de
insignificante esclavo. Si cede y calla, perecerá aplastado o vivirá condenado
a una mísera existencia, dentro de las rejas que él mismo se ponga. Si toma
conciencia o se resiste (aunque sea impulsado por el inconsciente) acabará
siendo “culpable” y “deudor”, y “un extraño”, un “monstruo”, un insecto
monstruoso, Gregorio Samsa.
La “rareza monstruosa” de
Gregorio Samsa provoca distintas reacciones entre los personajes, lo que da pie
a una de las indagaciones más interesantes del relato. El padre lo rechaza
desde el principio e incluso –con el aislamiento y creciente decrepitud del
hijo– va rejuveneciendo. La madre mantiene en todo momento su actitud
compasiva, pero influenciada por los demás, va dudando cada vez más de que
“eso” sea realmente su hijo. La hermana, muy unida siempre a él, comienza por
hacerse cargo voluntariosamente de su alimentación, pero conforme comienza a
valerse por sí misma, lo va abandonando y al final se convierte en la más
activa partidaria de su eliminación, al negarle su condición humana. Ella es la
que dictamina que “eso no es Gregorio”, provocando, simbólica y realmente, su
muerte. Esta brutal disección de las relaciones familiares enlaza y nos remite
a la famosa Carta al Padre que Kafka escribió por estos años y en la
que, freudianamente, el escritor checo aspira simbólicamente a enlazar en una
sola figura los tres focos históricos de Poder: Dios, el Estado y el Padre, la
religión, la sociedad y la familia patriarcal, símbolos esenciales de la
opresión.
A ellos Kafka añadirá la
“explotación económica”. Aunque siempre se ha sostenido que Kafka vivía
enclaustrado en su “torre de marfil”, en realidad fue (y ha sido) uno de los
escasos escritores contemporáneos que conoció directamente (y no por
referencias) la vida en el interior de las empresas capitalistas y tuvo una
relación directa con obreros, a consecuencia de su trabajo. Kafka sabía muy
bien de qué hablaba, y cómo allí se encerraba una nueva fuente de la esclavitud
moderna. Y así lo refleja en La metamorfosis.
Aunque Kafka se quejó,
con razón, del trabajo insípido y burocrático que tenía que llevar a cabo, casi
siempre encerrado en la oficina, éste sin embargo dejó en él al menos una
huella positiva. Los esmerados y precisos informes burocráticos que tenía que
redactar acabaron por influir de forma decisiva en su estilo literario, que perdió
así los últimos flecos postrománticos, y adquirió la objetividad precisa y el
distanciamiento adecuado para dar a sus narraciones una poderosa sensación de
realidad. El tono de “informe” que a veces percibimos leyendo La
metamorfosis o El proceso o El castillo constituyen uno de lo
mayores logros narrativos de Kafka, y determinan una precisa adecuación entre
lo que cuenta y cómo lo cuenta.
Con La metamorfosis
Kafka logró taladrar la falsa fachada de “mundo respetable” que tenía la
sociedad burguesa de su tiempo, y por el enorme boquete se atrevió a mostrar la
verdadera naturaleza de las relaciones en que se cimentaba. Lo que el lector
actual descubrirá –con inquietud, tal vez con desolación– es que son las mismas
de hoy. Kafka lo escribió hace un siglo. Pero podría haberlo escrito ayer.
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