Para acercarse sin sobresaltos a la escritura de Carlos Michel Fuentes (La Habana, 1968) conviene estar advertido. Advertido, por ejemplo, de que el narrador es a la vez pintor, dibujante e ilustrador, y que por ello, en muchas ocasiones andaremos buscando una frase, una de esas oraciones habituales, con sujeto, verbo y predicado, y lo que nos encontraremos, en cambio, será una pincelada, o un grupo sucesivo o simultáneo de pinceladas, tan llenas de color y viveza, de trazos e ironía, que no sabremos muy bien qué hacer; pero para eso estamos advertidos.
De la misma forma que conviene saber que estos textos, o relatos (algunos son relatos relatos, otros textos sin más con un relato dentro, otros relatos sin apenas texto y así hasta dieciocho) tienen todos ellos la huella, la horma, el mundo único de Carlos Michel Fuentes tatuado en la piel. Un mundo que, espacialmente hablando, a veces discurre por La Habana, a veces por Miami o Carolina del Norte, a veces por Chile, y a veces por España. Pero que las más de las veces discurre por la imaginación sardónica del autor, pues sólo hay un decorado (y Michel Fuentes también sabe de decorados, los ha construido para el cine y la tv, lo mismo que decora cúpulas de ermitas, por citar algunos de sus infinitos oficios), un decorado en el que palpita un sentimiento a punto de naufragar, se materializa una emoción que se ahoga en su propia angustia, o tiembla un cuerpo, aterido de amor, pero ya presagiando el desengaño, preludiando la tristeza, que es la dueña y ama, la tirana, de este libro, escrito para conjurar tiranías.
Y
conviene también saber que la Cuba que late en el fondo de estos relatos (como
lo hacía en "Anabah", su novela anterior) es una Cuba tan personal,
tan única, tan distinta y verdadera como la que hemos leído ya en Lezama,
Cabrera Infante, Piñeira o Pedro Juan Gutiérrez, la misma y distinta, una Cuba
llena de vida y de muerte, de próceres y santos, de carne viva y sensaciones, y
colores y recuerdos... una ciudad fantasma habitada de personajes tan degradados
como entrañables... que andan buscando desesperados el vacío final, algo de
sexo, el amor en una mirada, el adiós en el aire... entre las ruinas de todo,
como equilibristas inexpertos que tienen que andar sobre un hilo tenso entre la
alegría y la tristeza.
Y
también conviene estar advertido de la doble naturaleza del narrador. Nos
sienta como una madre al calor del fuego, se acerca a nuestro oído a contarnos
una historia, una de sus infinitas e interminables historias, entona su melodía
seductora, caemos en ella, entre la fascinación y el asombro, pero no tardamos
en sentir que algo ahí es más hiel que miel, que algo pincha, que la historia
es un erizo vivo, un erizo herido, un erizo que duele tener entre las manos...
Y es que el autor ha entrado en guerra consigo mismo..., porque quizás ese sea
su estado natural.
He
aquí un autor que maldice desde el título, que recomienda prescindir del amor,
que mendiga, un autor que es un pez, sin conciencia ni sentimientos, pero que a
la vez quiere mantener intacta la capacidad de amar, que da todo lo que tiene,
que recorre el fondo vacío del mar y atraviesa océanos de sueños para acunar a
sus hijos perdidos. Un océano de tristeza, como un tsunami, asalta su tumba,
siempre cavada, siempre a punto de acogerlo, todavía (afortunadamente) vacía.
Sí,
hay que estar advertidos que Carlos Michel Fuentes es un boxeador en combate
consigo mismo, y que de esa lucha extrae lo mejor de sí mismo. Un viejo
boxeador nunca retirado, que cuenta en las orillas del ring, entre asalto y
asalto, episodios inolvidables de un pasado poco ejemplar. Episodios vividos
pero confusos, alterados, sucios, de una sintaxis torturada, como si el púgil,
de tantos golpes recibidos, sólo recordara ya ciertos fragmentos, pinceladas
libres y sabias, que conservan sólo lo sustancial.
Merece
la pena el esfuerzo de adentrarse en esta selva espesa, difícil de transitar,
incómoda a veces, donde una amenaza de fieras salvajes al acecho nos acompaña
todo el tiempo, donde no es extraño perderse, ni escuchar sonidos desconocidos,
ni sentir un desconsuelo salvaje, porque estamos en parajes de una belleza
deslumbrante.
Manuel Turégano
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