Entrevista realizada
por Ignacio Echavarría y que recoge en su libro “Desvíos”(Ediciones Universidad
Diego Portales)
"Sal de ese agujero de mierda", le dijo un amigo.
Se refería a Guatemala, país en el que Rodrigo Rey Rosa nació y se educó.
Corría el año 1979 y el amigo, que viajaba a Tailandia, le ofrecía ocupar por
unos meses su apartamento de Nueva York. Asqueado de la situación por la que
pasaba su país, Rey Rosa no lo dudó y se fue para allá. Estudió cine, pero
sobre todo fue allí donde se consolidó su vocación de escritor, que desde
entonces se ha concretado en siete volúmenes, siempre de relatos o de novelas
cortas, intensos y concisos, que le han valido una discreta pero sólida
reputación dentro de la nueva, o joven, o actual —lo mismo da— narrativa
hispánica. La obra de Rey Rosa ha sido traducida —nada menos que por Paul
Bowles— al inglés; también al italiano, al griego, al holandés, al alemán y
—con notable éxito— al francés. Acaba de ser publicada La orilla africana, y
con este motivo se hizo la siguiente entrevista en Barcelona, adonde Rey Rosa
llegó desde Tánger, ciudad que ha tenido un protagonismo muy particular en su
trayectoria.
—¿Cómo llega a Tánger por primera vez?
—En su
apartamento de NuevaYork, donde me alojé, mi amigo tenía los cuentos de Paul
Bowles, que yo leí con admiración. Al poco tiempo me presenté, casi por probar,
a un concurso mediante el que se optaba a unas clases de creación literaria que
iba a impartir en Tánger el mismo Bowles. Tuve suerte y pasé la prueba, con un
relato escrito en inglés. Eso fue en 1980. Al llegar a Tánger, Paul Bowles —que
daba esas clases por necesidades económicas, sin ánimos demasiado pedagógicos,
más bien invitándonos a visitarlo libremente en su casa, a tomar un té— me dijo
que, puesto que mi idioma era el español, escribiera en esa lengua, que él
entendía. Me animó luego a viajar por el país, haciéndome recomendaciones al
respecto. Un día, cuando ya llevaba leídas varias cosas mías, me pidió
autorización para mandar uno de mis relatos a una editorial neoyorquina que le
había pedido una colaboración. Él mismo tradujo el texto, como haría luego con
mis primeros tres libros. Su ejemplo, su consejo, su generosidad fueron para mí
decisivos.
—¿Se considera influido por la cultura árabe?
—El contacto
con ella me condujo a experimentar, a través sobre todo de la tradición oral,
la sencillez narrativa. Las formas orales, con su modo tan directo de atenerse
a la acción del relato, me han servido de ejemplo para eliminar lastres
retóricos.
—Guatemala, Estados Unidos, Marruecos... Y
luego, de Unidos, para regresar hace unos años a Guatemala. El conocimiento y
frecuentación de tres culturas tan diferentes ¿ha determinado en usted alguna
voluntad de mestizaje, de fusión literaria?
—No, o no al
menos de un modo consciente o deliberado. Si mi literatura refleja un cierto
mestizaje cultural, ello obedece al azar antes que a una intención determinada;
y, sobre todo, a mi tendencia a absorber ecos e influencias de todo tipo.
—¿Cuáles son sus referencias literarias
fundamentales?
—La primera
y principal fue Borges, cuyas obras completas fueron durante años mi libro de
cabecera.
—Es curioso, porque de la lectura de sus
libros se desprende la impresión de haber sido usted uno de los pocos que ha
escapado de su influencia.
—Tal vez lo
haya conseguido, pero hay que tener en cuenta que fue una especie de timidez o
de pudor lo que en definitiva contuvo a Borges de practicar un tipo de narración de carácter
oral por el que siempre sintió fascinación y que sólo a partir de su amistad
con Bioy Casares se animó a intentar, siempre con mucha prudencia.
—¿ Y la literatura guatemalteca? En España,
el conocimiento de la misma se limita prácticamente a un nombre: Miguel Ángel
Asturias.
—Y
Monterroso..., aunque es verdad que se le suele asociar a la literatura
mexicana, por los años que lleva viviendo en ese país, y por el carácter
escasamente local de su obra. En cuanto a Asturias, nunca me produjo ningún
placer leerlo, fuera de las Leyendas de
Guatemala. Me agota, no lo entiendo.
—¿ Y qué pasa con los autores del llamado boom
latinoamericano? La literatura que usted
practica parece situarse en las antípodas tanto del barroquismo estilístico e
imaginativo como del realismo mágico que sirvieron de marca a aquel fenómeno
expansivo. ¿Puede hablarse, en su caso como en el de tantos otros, más recientes,
de un cierto rechazo a las categorías bombásticas, de algún tipo de
beligerancia o de actitud polémica?
—En
absoluto. Simplemente, no siento ninguna afición natural por ese estilo, por
esa imaginación, por esas maneras. Pero se trata de una cuestión de
temperamento. De pereza. El realismo mágico siempre me dio sueño.
—Más acá de Borges, pues, ¿nada?
—Bioy
Casares, sí. Y Juan Rulfo, por supuesto. A Sábato —a quien también admiro— me
hicieron leerlo en la escuela.
—¿ Y entre los autores que se han dado a
conocer más recientemente?
—Sigo poco,
mal y desordenadamente la literatura contemporánea. He leído con interés a
Roberto Bolaño, también a César Aira.
—¿ Y qué
me dice de la actual literatura española?
—También la
conozco poco y mal. Mi último entusiasmo con ella me lo produjo la lectura de Juan
Benet. De sus ensayos tanto como de sus novelas.
—Pasemos, pues, a la literatura en lengua
inglesa, que seguramente frecuenta con mayor asiduidad. Al magisterio de
Bowles, ¿se añade algún otro?
—En su
momento leí con fanatismo a Flannery O'Connor. Pero, aunque es cierto que la
mayor parte de mi biblioteca está en inglés, leo con predilección ensayos de
carácter filosófico. Últimamente estoy leyendo a los ensayistas franceses del
siglo XVI. Pero mi admiración mayor se dirige a Wittgenstein, a quien puede
considerarse el gran gurú de la sencillez.
—En sus libros se reconoce un trasfondo
político poco frecuente en narradores de otras latitudes.
—Seguramente.
Pero habría que ponerlo a cuenta de las circunstancias de mi país,
particularmente dramáticas y conflictivas. Lo eran cuando salí de él, con el
propósito de permanecer fuera. Y lo seguían siendo a mi regreso, hace pocos años.
Por lo demás, la inquietud política es un rasgo característico de la literatura
de Centroamérica, donde hay autores que han hecho a partir de ella obras de
indiscutible calidad literaria, como el guatemalteco Marco Antonio Flores o el
salvadoreño Horacio Castellanos Moya.
—¿Se ha
planteado alguna vez, en relación a su trabajo como escritor, la cuestión del
compromiso, tan obviada en la actualidad?
—No de una
forma expresa. Testimonio, denuncia, compromiso —y también, por supuesto,
oportunismo— son categorías que están al orden del día en un país como el mío.
Escribí mi novela Que me maten si...
como una especie de comentario a todo eso. En cierto modo, en la medida al
menos en que se vive en ella, resulta imposible sustraerse a una realidad como
la de Guatemala, donde por otro lado la cultura es muy provinciana, muy
nacionalista, y no es probable que nadie sienta como propia una novela como La orilla africana. El único compromiso,
en definitiva, es el que se mantiene con la literatura; el de hacer las cosas
lo mejor posible.
—En cualquier caso, mucho antes que una
reflexión política, sus libros transmiten un cierto fatalismo de la violencia
contemplada como sustrato de las relaciones humanas.
—Hay que
pensar que la violencia ha sido un rasgo recurrente en la historia de mi país.
Una especie de atavismo, siempre presente. Basta echar un vistazo a lo que está
ocurriendo ahora mismo. Apenas hace cinco años que se ha empezado a salir de una
pesadilla, y ya vuelve a emerger un político como Ríos Montt, de pasado más
bien tenebroso. De su entorno surge una figura como Alfonso Portillo, que tanto
presume de su cultura y de tener una enorme biblioteca, pero del que sus
oponentes sacaron a relucir su participación en una reyerta de cantina en la
que murieron dos mexicanos. Algo que, por otro lado, no ha hecho más que
disparar su popularidad. Y no sólo por ser las víctimas mexicanos, sino por el
grado de arrojo y de gallardía que implica por parte de Portillo, que ha
aprovechado la circunstancia para declarar que igual que se las tuvo con
aquellos mexicanos defendería a su país.
—¿Cuánto tiene que ver esa cultura de la
violencia con la condición de la población india, tan silenciosa pero tan
omnipresente?
—Mucho, sin
duda. Los indios han sido desposeídos de una naturaleza con la que mantenían
una relación armónica, muy intensa. El progreso ha roto con eso. A su vez, y a
efectos de combatir la influencia del catolicismo, muy comprometido con las
reivindicaciones de los indígenas, Estados Unidos ha financiado la expansión
del evangelismo, que mina las estructuras de poder y las formas tradicionales
de la espiritualidad indígena, de corte animista. De la fractura de las formas
de vida ancestrales surge la violencia como reacción.
—¿Se ha interesado usted por las culturas
indias de su país?
—Sí, claro.
Incluso he tratado de aprender algo de su lengua. Durante un tiempo me dediqué
a recoger narraciones orales, siempre maravillosas, algunas de las cuales —muy
pocas— quedaron recogidas en un pequeño volumen publicado en Guatemala. Es algo
que me propongo continuar haciendo algún día, hasta completar un libro de mayor
envergadura.
Diciembre, 1999.
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