Como si uno pudiera elegir camino. No me siento responsable de estos textos, nunca tuve un plan, una estrategia a la hora de comenzar a escribirlos. Escribir sin destino alguno. Viven sólo bajo la tapa blanda de este libro en sepias donde, un niño con la cabeza deforme sostiene una cuerda que ata a su juguete favorito. Se hablan entre ellos, se cuentan cosas, cuchichean. Son reales allí en su sombra, en la soledad de los estantes de la calle Rubén Vela, donde aguardan temblorosos el gesto del lector asesino. Allí donde nadie los ve ni los corrompe. Sus palabras son hachas bajo el mar. Hachas de guata, deformes, amorfas y mansas. Se acercan a mi con un gruñido afeminado, olfateando mis ojos y mis testículos. Hachas de pelo largo enmarañado y sucio que suben a la superficie en busca de la muerte liberadora. La libertad no es más que una ilusión. Perseguir la libertad entre las calles de La Habana o entre la nieve sesentera de Asheville, darle alcance, intentar detenerla, reducirle con una táser, esposarla y torturarle si fuese necesario en una habitación apenumbrada es mi razón de no ser. Escribir es mi fusil de mira telescópica, el no hacerlo, sus municiones cargadas copulantes de ansiosa pólvora y cráneo rapado. Como hablar con uno mismo desde un teléfono seguro, desde una cabina que traga y traga tus monedas hasta dejarte en la más absoluta de las miserias. Aceptar finalmente un cafecito de tu enemigo, sobrevivir y morir luego envenenado por la primavera esta vez. Te perdonas, eres piadoso, te crees un Dios y un caballito de mar al mismo tiempo. Te salen ronchas y escamas. Quieres amar y jugar y reír pero no puedes. No puedes. Allí en una esquina del salón familiar, a los pies de la vieja, está la tinta apuntándote con su índice de baquelita. Pero tu eres finalmente un sombrero cargado de palabras, ni siquiera la mano del poeta, sólo el sombrero, el abismo profundo, el vientre de la madre. El agujero iluminado de tu propia tumba.
Amigo lector, oso rabioso y acechante que has de devorarme. Yo se de ti. Mientras lanzaba al fuego mis frases más correctas fui feliz. Las vi consumirse, retorcerse entre el azul fulguroso del fuego. Ardimos juntos. Como el cacique-cerveza de moño pizpireto al que quemaron vivo por tozudo en los libros de histeria. Así de cacasenos son estos textos míos. Para colmo he reencarnado en él, traigo el pellejo achicharrado y eso ahuyenta un poco a las mujeres. No huelo bien. Se acercan y me olfatean los ojos recelosas. Este libro es su venganza. La venganza de la belleza de las cosas que parpadean. El último suspiro. ¿Conoce alguien en esta sala una fuerza mayor que la fuerza que nace del deseo? Ni la patria. Ni los héroes. Ni una final de Copa. Ni Galicia. Ni la plaza de Sta. Bárbara. Ni el recuerdo de aquél cuarto de hotel sin huéspedes ni botones. Nada. Cacique sin lanza y sin escudo, sin ropa y sin impudia. Cacique-cerveza andando por la orillita de la playa acompañado de sus perros mudos y su moño, sin destino, sin plan, sin ruta. En paz.
No fue hasta tener el libro en mis manos que noté, (como ahora noto) que cruzaban continuamente perros por sus historias. No tengo ninguna explicación que darles al respecto. No es perro ningún símbolo, ni pieza clave de mi tropismo poético, quizás un desperfecto propio de mi miopía galopante. Zoolatría, azar, manía o sólo se trate de simples perros cruzando entre palabras , después de todo, los personajes, las casas y los ríos que aparecen en este libro están hechos de pulpa de papel.
Un perro cimarrón a punto de ser atropellado por un coche es el eje de la historia en “Un perro muy flaco”. Un perro chino se descompone bajo el calor de La Habana en “Abrazos en el aire”,en “Agua gastada” los perros no me ladran y en “Dime que no te acuerdas” hay unos que pasan sarnosos por la acera al final del relato. Uno de ellos escapa veinte páginas hacia “Termómetros y flores” donde es azorado de una coz por un buen samaritano. En “El mar” donde el mar desaparece, se pudren los peces esta vez y un hombre que viaja sólo al encuentro con sus hijos cree ver a uno encaramarse al lomo de una ballena cianótica y lamer sediento los restos húmedos de su espiráculo.
Hay historias que transcurren en La Habana: el primer amor, la primera novia de himen de azufre y chocolate. La Habana extraviada, usurpada y herida en donde vivo junto a mis amigos y mis parientes en perfecta y caótica armonía aún. Historias para ser contadas al oído de una habanera, para enamorar a una habanera, para atarla. Este libro está dedicado a una de ellas. A Sonia, con todo mi amor. Con toda mi torpeza. “Penthouse” es una historia habanera y “Abrazos en el aire” también lo es, como lo son “Amor y sarro” y “Topos y abolengo” y “Fe” y “Cambio de vida”. La mitad de mi vida ha transcurrido en La Habana como la mitad de este libraco. ¿Quién sabe si mis últimos días deba vivirlos allí y escribir desde allí mis últimos relatos, mientras juegue dominó en el barrio como un Duchamp resignado, tropical y sudoroso, bebedor de ron, de pecho-triángulo rojo y estrella en la calva, desnudado por sus solteros incluso y babeando por el hueco de una cerradura a una mulata encueros que descienda una escalera sin balaustres mientras, me espanto los mosquitos con el viejo diario de La Marina y regresen los estibadores del puerto a sus cuartuchos cuarteados del caluroso intramuros habanero? ¿Quién podría estar seguro? Dijo Lezama:
"Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre. Mí único carruaje es la imaginación, pero no a secas: la mía tiene ojos de lince. Son ya pocos los años que me quedan para sentir el terrible encontronazo del más allá. Pero a todo sobreviví, y he de sobrevivir también a la muerte. Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso. Y si alguno piensa que exagero, quedará preso de los desastres, del demonio y de los círculos infernales."
La vida sucede, pasa. La literatura la detiene con sus frías tenazas de acero. La literatura no es la vida. La literatura es la muerte. Mata lo que toca, a los perros y a los viejos y a los niños también mata. Las palabras son sangre y mondongos. Leer es como asistir a un entierro. Esta presentación es también un entierro. Raskólnikov está muerto y hasta Gregorio Samsa está muerto. Reinaldo Arenas culpó a Fidel Castro de su muerte. Si lees este libro morirás, si te compras un sombrero. Si te subscribes a CONTRABANDO morirás. Morir es de humanos. Nos alegra que también nuestro vecino muera. La literatura es la fiesta de los muertos. Si se vive no se tiene tiempo apenas de escribir. La vieja perdió la cabeza, dice incoherencias, habla boberías y a veces llora. La Habana nació muerta. Los zombies adoran a Proust y gustan de abrirse las venas con una tablet y de bailar desnudos ante el fuego donde ardan las palabras, las frases y los libros, de incinerarse luego y de esparcir sus cenizas en los ojos de un animal salvaje. Buscarse en todos los obituarios del mundo. La meta azul, químicamente pura. El punto azul de los tenistas. La sangre azul de Don Juan Carlos. La sangre roja de los elefantes. El sudor de los hipopótamos. Las voces de los perros en la niebla. El antídoto contra el olvido. La pócima. La medicinita. El mejunje secreto que acelera la caída del cabello. La decadencia y caída de casi todas las cosas. Volver a ti. Hablar como tu, perder definitivamente la sintaxis y el orden. Escapar de la lógica y de la razón. Convertirme en ti, simplificar las cosas. Percibir la vida como tu. Desvariar. Contradecirme, simplificarlo todo. Orinarme encima y hacer que la vida se convierta en literatura nuevamente.
El escritor cubrió la jeta, seria y seriada del papiro-apóstol con la manoseada estrella de La Lisa a La Rampa o viceversa – dentado círculo de níquel-, para que no saliese volando, como Matías Pérez, propulsado por el viento que manaba esta vez de una vela encendida sobre un platico de oro puro, junto a un vaso de agua enturbiada por el sudor de los espíritus y por el vaho de las entidades circundantes y para retribuir así, el tiempo y el desgaste de la negra santera de turbante andaluz, bemba prominente y dientones amarillados por la hoja del tabaco de vuelta abajo. Se acuclilló ante ella persignándose, mientras le suplicó el deseo fervoroso, de que hiciese desaparecer -la bruja con sus poderes y sus dones-, lo que según él, se trataba de un maleficio, de un mal-oficio, contraído en su niñez al pisar una brujería.
Después de haber sido debidamente “registrado” entre nubes de humo y caracoles, la madrina con expresión grave y mordisqueando el tabaco le dijo al escritor que la cosa no sería fácil, que el embrujo era muy fuerte, potentísimo, algo bien hecho y le pidió que trajese a su próxima consulta: un pato rojo y una balanza, cien caracoles zurdos, una ramita de almacigo, un ejemplar de Pedro Páramo, seis puntillas torcidas, un sonajero, dos sábanas manchadas con esperma, tierra de una montaña, agua de un río, mil canas de viejas, un espejo, un sapo, la foto de un piloto, unas tijeras, una cachimba, seis dientes de ajo, una hebra de hilo blanco y un tintero. Y que sólo así, bebiendo de un mejunje, que ella haría mezclando convenientemente todas esas cosas, se rompería el hechizo. El hombre apuntaba cada palabra y el papel consumía el grafito y las velas también se consumían. Habiéndose terminado la sesión, la mujer guardó entre sus despampanantes senos de nodriza fellinesca, el billete y la moneda, y el escritor el papel con los apuntes en un bolsillo de su pantalón. Salió a La Habana nuevamente sin destino y sin ruta y caminó taciturno entre sus perros y sus gentes pensando en la mejor manera de conseguir aquellos estrambóticos ingredientes.
Carlos Michel Fuentes, Alicante, 2014.
Ilustración de Carlos Michel Fuentes. |
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