www.edicionescontrabando.com
Integrada en la serie «Freaks & Music» de la colección Che Books de la editorial valenciana Contrabando, Un inmenso e infinito continente (Néstor Mir, 2020) comienza con la estilizada hoja de arce diseñada por Jacques Saint-Cyr como símbolo más distintivo de la bandera de Canadá cobijando un posible flashforward por el que observamos al narrador, cierta mañana de invierno, yaciendo boca arriba sobre el escudo floral de Valencia. Desde ese momento, tanto el salto temporal hacia adelante como la analepsis o giro retrospectivo formarán parte de una confusa narración en primera persona, la de Ramón, capaz de alterar no solo la secuencia cronológica de la historia, sino un conflicto interior dependiente de la constitución física y anímica de esa voz de esta novela que a menudo se parece a Néstor Mir.
A continuación, recibimos el primero de una serie de correos electrónicos en francés mantenidos con la Biblioteca Nacional de Quebec, una de las formas por las que nos es dado a conocer el sueño del protagonista: partir hacia la región francófona de Canadá. Desde la primera de las hojas rojas de once puntas, el admirable país norteamericano funciona como un locus atravesado de elementos utópicos, un territorio inmenso elegido por el narrador para simbolizar la necesidad vital de desplazamiento, de oportunidad, de cambio en todo caso, de huida si se quiere así.
Hacia la elucidación relativa al porqué de ese telos geográfico y metafórico, Néstor Mir dirige prosaicos diálogos de pareja (algunos suenan deliberadamente teatrales) con apuntes culturales (Jeffrey Eugenides, Wajdi Mouawad), conversaciones de WhatsApp entre Ramsteinberg y Sanchess, apuntes sobre la carrera musical pop-rock y no pocas (desencantadas pero lúcidas) diatribas sobre aspectos sociológicos de nuestro contradictorio país.
Con todo su tenor ilógico, la propia letanía de la novela un inmenso e infinito continente —una invocación, recua o plegaria que funciona también como melodía de las composiciones musicales del disco homónimo que el protagonista tiene en la cabeza— avisa de la supeditación de la racionalidad en nombre del romanticismo como forma de obrar de Ramón: en lógica, uno de los ámbitos de aplicación de los argumentos llamados a fortiori es el de a maiore ad minus (el que puede lo más puede lo menos), esto eso, lo infinito ya incluye lo inmenso.
En lo que toca al fondo de esta novela del músico responsable de Del’amour à l’Abîme (2006) y La Nuit Subatomique (2009) (ambos con Malatesta Records), la trama supone todo un plan de salvamento vital, el de un hombre de mediana edad en gran medida atrapado entre una serie de inercias laborales y la exigente responsabilidad familiar. Dejó escrito W. H. Auden (La mano del teñidor) que no podemos leer las primeras obras de un autor como leeríamos el último libro de un autor consagrado. «Cuando el autor es nuevo tendemos a ver sólo sus virtudes o sólo sus defectos y, aun en el caso de haber visto ambas características, no podemos establecer sus relaciones».
Otra habilidad del escritor es la lúcida forma en la que acomete la soledad, pues la soledad, averiguamos algunos pronto en esta vida, no consiste en no estar rodeado de personas, ni siquiera en no poder dirigirnos a ellas, sino en no poder comunicarles nada de lo que consideramos importante, personal, profundo, propio o singular.Hay un punto donde se cruzan ese tipo de soledad con la frustración, pero también donde puede aflorar la creación, tal como le propone a Ramón, Cristóbal, el otro músico de la novela, en un estupendo pasaje coral bien dialogado en el que planea, según me parece, aquel aforismo de Cioran: la soledad no enseña lo que significa estar solo sino lo que significa ser único. A partir de ahí, hay atisbos de una revisión, o de una reconsideración superadora del llamado día a día, lo que los ingleses llaman second-guessing.
En relación con el estilo de Mir, uno destaca los fragmentos donde la prosa fluye a modo de torrente, ciertas reiteraciones que denotan espontaneidad, corrientes mentales que sacan la cabeza al exterior o pensamientos expresados en voz alta como cuestionamientos sinceros extraídos de la crisis de los cuarenta, imágenes poderosas y recurrentes (el abeto Douglas), las correspondencias entre el estado mental y el estado de la ficción, la descripción de las fases de la noche, la forma de darle estructura a la tristeza, el deterioro físico como metonimia del transcurrir irreversible del tiempo, la idea de kairós: tiempo circular, tiempo como oportunidad que no regresa, ocasión (peluda por delante pero calva por detrás) para los griegos.
Es posible que al lector le hubiera interesado como me interesa a mí —fascinado por la Ex Libris de Frederick Wiseman (la profunda visión documental de la biblioteca pública de Nueva York)— la política cultural de Néstor Mir (política en un sentido programático, sociocultural y no degradado del término), esto es sus ideas para bibliotecas y museos desde la perspectiva de un gestor cultural (otro costado del Mir más poliédrico). Museo es también el nombre de un poeta mítico, como Orfeo, ambos anteriores a Homero. Relacionado con los misterios de Eleusis, Museo curaba las enfermedades (del tipo de las que aparecen en esta novela: de coágulos y endocrinas). En las Ranas, Aristófanes deja dicho que Orfeo nos enseñó las teletai y a abstenernos de derramar sangre mientras que Museo hizo lo propio con el arte de los oráculos. No puedo dejar de recordar —al no poder dejar de observar tampoco varias fallas de la revisión— la necesidad de contar con el doble corrector de estilo. La novela hubiera ganado mucho con una profunda profilaxis, hay serios anacolutos que hubieran podido evitarse y una cierta precipitación, que si hacemos caso al principio de solidaridad, quizás denote solo (u oportunamente) la angustia emocional del protagonista y, aún mejor, la misma ansiedad que le sirvió para componer la más bella de las canciones al mismo Adam Granduciel: Lost in a dream. Forma parte de la literatura-ficción adivinar qué hubiera sido de esta sugerente obra si se hubiera dejado madurar un poco más. En todo caso, en el Reso, atribuido a Eurípides, se lee que Orfeo es el responsable de todos los misterios y que Museo está asociado con él con funciones proféticas, pero para Platón (Protágoras 316d) Museo es el mediador que corrige y publica sus escritos.
Nos hubiera gustado descubrir que detrás del telos canadiense hay otro telos (y así hasta el infinito), asistir a algunos instantes demediados, broncas íntimas de uno para con uno llevadas al límite asomados a lo irreparable-obsesivo, como el Roy Neary/Richard Dreyfuss de Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977), verbigracia Ramón dibujando en el puré de patatas el mapa físico de Canadá de forma afín a como el avistador de ovnis esculpía con la comida la Torre del diablo. Nos quedamos, no obstante, con todos los méritos de un nuevo narrador que no puede dejar de caernos bien, con una espiral final de estupendas sugerencias hipocondriacas (las siete últimas páginas de la novela) y un inquietante ritmo propio de la mejor literatura de terror, con el tránsito —muy bien estructurado— del último día, el paulatino zigzaguear sobre los famosos raíles del mundo (según el bellísimo Lied de Mahler) donde se entrevé un escritor original: tal es su empeño, su necesidad ineludible de contar.
Fue Nietzsche quien observó el carácter dinámico con el que avanza cierta nada, pero también quien escribió que «Nada hay tan terrible como el infinito», que «flotamos en una nada infinita» «¿Nos persigue el infinito con su aliento?», se preguntaba. A diferencia del autor de La gaya ciencia (de la que extraigo esos tres fragmentos), al protagonista de Un inmenso e infinito continente no le persigue el infinito sino que se atreve a perseguirlo él. Otra razón del espíritu para estar a muerte con el autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario