Fue un hombre absoluta y admirablemente libre. Un perfecto anarquista baturro. Basta con mirar a Hollywood para constatar que es hoy uno de los motores esenciales del vigoroso cine latinoamericano
Artículo escrito por Enrique Vila-Matas y publicado por EL PAÍS el 15 de marzo de 2015
Eduardo Estrada |
En un cuento de Maupassant hay una
frase que a Ford Madox Ford y a Joseph Conrad les encantaba: “Era un caballero
con patillas rojas que siempre pasaba el primero por una puerta”. Ford decía:
“Ese caballero está tan bien conseguido que no necesitamos saber nada más de él
para comprender cómo actúa. Ya está hechoy
podemos ponerlo a trabajar de inmediato”.
Hay quien
dice que en una novela o en un relato se necesitan muy pocas pinceladas para
hacer que un retrato cobre vida. “Era una de esas mujeres que no acaban de
cerrar nunca del todo los grifos”. He aquí una greguería de Gómez de la Serna
que seguramente podría poner a un personaje en marcha. Hay narradores que
realizan un profundo y completo estudio psicológico de alguien, pero a veces
sólo consiguen que su héroe, perfectamente bien construido, esté tan vivo y sea
tan memorable como otro que en un cuento de segunda fila tiene una aparición
fugacísima, pero está igual de bien construido y queda también en nuestra
memoria.
Sin duda
lo más memorable y más citado de Mi
último suspiro —libro de conversaciones de Carrière con
Buñuel, libro prodigioso que a muchos nos intriga que a lo largo del tiempo no
haya sido leído y celebrado mucho más— es aquella declaración última del
cineasta en la que dice que, pese a su odio a la información, le gustaría poder
levantarse de entre los muertos cada diez años, llegarse hasta un quiosco y
comprar la prensa: “No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo,
pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres
del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador
de la tumba”.
Este
pasaje es el más citado, pero del libro también es memorable, por ejemplo, la
aparición fugaz de ese poeta extraño y magnífico que fue Pedro Garfias; un
hombre que, después de nuestra Guerra Civil, tuvo que exiliarse a México y que,
según Buñuel, era capaz de pasarse 15 días buscando un adjetivo. Cuando lo
veía, Buñuel le preguntaba si había encontrado ya el adjetivo.
—No; sigo
buscando— contestaba, alejándose pensativo.
Con cuatro
palabras, basándose en la angustia de esa búsqueda metafísica, Buñuel lograba
que en Garfias la tragedia del exilio cobrara vida.
Juan Marsé
logra algo parecido —en cuanto a síntesis descriptiva— en su breve relato del
único día en que vio y saludó a Buñuel. El episodio lo recoge Mientras llega la felicidad, la
biografía de Marsé que ha escrito Josep María Cuenca: en el París de 1973, días
antes de continuar viaje hacia a México donde acababan de editar Si te dicen que caí, Marsé,
que tenía una gran admiración por Buñuel, fue a un cine del Quartier Latin a
ver El discreto encanto de
laburguesía. Unos días después, ya en México, le llevaron al
pase de un documental a la mayor gloria del pintor mexicano Alberto Gironella.
Y allí estaba Buñuel, al que Marsé, antes de la proyección del filme, le dijo
que en París acababa de ver El
discreto encanto…Buñuel se mostró vivamente interesado por el
asunto, pero especialmente interesado en saber si había mucha gente viendo la
película. “Sí, pero ya sabe cómo son esos cines pequeños del Quartier Latin”,
le dijo Marsé. Y Buñuel insistió: “Sí, sí, ¿pero estaba lleno?”. Poco después,
ya en la salita de proyección, mientras pasaban el insufrible documental,
cuenta Marsé que Buñuel estaba sentado delante de él y que a los pocos minutos
de empezar la película se levantó y dijo: “¡Pero cómo me duele la barriga! Me
duele mucho la barriga”. Y se fue. Como el rayo. Y Marsé pensó: “Este tío es un
sabio. Fantástico”. Nunca más lo volvió a ver.
“Sí, sí,
¿pero estaba lleno?”. De algo aparentemente lateral, Buñuel podía sacar oro.
Porque para mí no hay ahí en esa pregunta sólo un saludable afán de llenar una
sala (al fin y al cabo, el cine ha de atraer la atención del máximo público
posible; la sala vacía, el camino contrario, tendrá su prestigio, pero es
ridículo y frustrante), sino también la idea de quebrar la monotonía que puede
haber en un saludo y sus convenciones y, sobre todo la idea de tirar de un
inesperado hilo, del primero que uno encuentra, y con esa obsesión, que puede
empezar pareciendo fuera de lugar y lateral, acabar llegando muy lejos, incluso
a llenar las salas del mundo entero.
En Mi último suspiro esa
forma de tirar del hilo menos pensado es continua. Una gran fiesta. Y ahora una
pregunta: ¿se nota que, imitando a la Orden de Toledo que fundara Buñuel, he
creado recientemente una orden, cuyo máximo objetivo en la Tierra es lograr
que, aun no siendo una novedad, se llenen de nuevo las librerías de todo el
mundo con ejemplares de Mi
último suspiro?
Bueno,
respiro, y sigo. En el libro no hay lugar para el tedio porque un finísimo hilo
lo está quebrando siempre. Habla Buñuel, por ejemplo, del pedantismo de las
jergas literarias, fenómeno típicamente parisiense que causa estragos, cuando
se acuerda del joven intelectual mexicano que conoció en una escuela de cine de
D. F. y de quien, al preguntarle qué enseñaba, recibió esta respuesta:
—La
semiología de la imagen clónica.
Lo hubiera
matado, dice Buñuel.
Y a
continuación —tirando del hilo del crimen— da otro salto en la conversación y
añade a bote pronto lo siguiente: detesta a muerte a Steinbeck. Le habría
matado, dice, a causa de un artículo en el que contaba —seriamente— que había
visto a un niño francés pasar ante el palacio del Elíseo con una barra de pan
en la mano y presentar armas con ella a los centinelas: “Steinbeck encontraba este
gestoconmovedor. Pero,
¿cómo se puede tener tan poca vergüenza? Steinbeck no sería nada sin los
cañones americanos. Y meto en el mismo saco a Dos Passos y Hemingway. ¿Quién
les leería si hubiesen nacido en Paraguay o en Turquía? Es el poderío de un
país lo que decide sobre los grandes escritores…”.
Ahí está
ya el Buñuel de la segunda parte del retrato de Marsé, el hombre absoluta y
admirablemente libre. El mismo que huye con dolor de barriga de una salita de
cine. Un perfecto anarquista baturro. El mismo hombre libre que nos narra
en Mi último suspirosu
última aventura en Hollywood: habiendo sido nominado para los Oscar, le
visitaron cuatro periodistas mexicanos amigos y le preguntaron si creía que
ganaría. Estoy convencido, les dijo, ya he pagado los veinticinco mil dólares
que me han pedido, y los norteamericanos tienen sus defectos, pero son hombres
de palabra.
Cuatro
días después, los periódicos mexicanos anunciaban que había comprado el Oscar
por veinticinco mil dólares. Escándalo en Los Ángeles. El productor Silberman
no podía estar más molesto con Buñuel. Pero tres semanas después la película
obtenía el Oscar, lo que le permitió insistir en su idea:
—Los
americanos tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.
Lean o
simplemente regresen a Mi
último suspiro ahora que lo he comprado por veinticinco mil
dólares, ahora que es evidente la incidencia cada vez más acusada de Buñuel en
el cine actual, pues basta con mirar a Hollywood y hacia el oscarizado
Alejandro González Iñárritu, su discípulo aventajado, o bien constatar cómo
Buñuel es hoy uno de los motores esenciales del vigoroso cine latinoamericano
de este siglo, o bien recordar su influencia en el curioso Magical Girl, de
Carlos Vermut, o escucharle decir al coreano Bong Joon-ho a la entrada de un
cementerio: “Buñuel, por favor, no hay otro como él”.
De ese
cementerio debe de estar escapándose ahora Buñuel para llegarse hasta un
quiosco y comprar la prensa y leer que el relanzamiento de Mi último suspiro llena
salas enteras del Quartier Latin de París.
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