martes, 13 de agosto de 2013

¡Suicídate, lector!



 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No me ha sorprendido, en absoluto, que la palabra que cierra esta breve, densa y asfixiante novela, sea la palabra “salvaje”. Y no lo digo ya por la sombra oscura y protectora de “Los detectives salvajes”, de Bolaño. O por el más cercano eco de “Las teorías salvajes”, de Pola Olaixarac. Sino porque “salvaje” ha devenido -cómo, por qué- en un adjetivo imprescindible. Un adjetivo que incendia los vastos pabellones vacíos donde celebró sus fiestas la extinta posmodernidad. Ese planeta sin atmósfera donde respiramos tantos años los leves aromas de una aparente eutanasia indolora.

El cuchillo de esa madre que brilla y refulge en la primera página de “Matate, amor”, oculto a la sombra de un arbusto pero apuntando al marido y al bebé, presagia desde un principio una atmósfera muy poco posmoderna. Más bien un retorno a “lo salvaje”: lo salvaje como lo brutal, o lo cruel extremo, como un signo inequívoco y distintivo de nuestro tiempo. Pero también “lo salvaje” como esa fuerza (humana) no civilizada que aún llevamos dentro, no como una marca edénica (“el buen salvaje”), sino como un requerimiento insaciable e ingobernable: la voz atormenta e imperiosa del deseo, ese fuego oscuro y devastador que renace aquí, no en su versión algodonosa y edulcorada, o en la zombi y vampiresca, sino como un carbón encendido que busca sólo lo extremo: posesión o aniquilación, locura o muerte.

“Matate, amor” es un relato de un nuevo tiempo.Que busca y encuentra para ello un nuevo lenguaje. Denso, hiriente, sin ninguna concesión. Quizá con algún altibajo (de primeriza, tal vez). Un lenguaje que, si acaso, recuerda o evoca la literatuta aforística de Fleur Jaeggy (pero sin su frialdad centroeuropea). Cada palabra pesa. Cada frase obliga a pensar (horror, lector, esa vieja puta exigencia de la gran literatura). La trama no se despliega, sino que se espesa, se adensa. Ariana Harwicz se lo juega todo a una carta: el lenguaje. Y vence. Pero, además, cuenta, narra, trama. Sin soltar al lector del yugo que le ha puesto en el primer párrafo de la primera página. Y ese  yugo es la voz terrible y angustiada de una mujer que cuchillo en mano parece acechar a su marido y a su hijo; aunque no tardaremos en ver que, más bien, ella es la fiera acechada, acorralada, herida, sangrante... Perdida en el bosque y en el interior de sí misma, acanallada y doliente por las exigencias delirantes de su deseo, quiere y no quiere romper todas sus amarras, huir, matar, morir, amar, ser amada, sentir, ser libre, no ser lo que es, regresar a un punto imposible de su vida, aniquilar su fuego interno o quemarse en él. No hay espacio para el sosiego, la mesura, el equilibrio, la negociación. El viento agita el bosque y el deseo agita su vida, sin remedio. La locura acecha. El homicidio acecha. El suicidio acecha. El deseo lo incendia todo.

El lector, habituado a los dulces y serenos vaivenes de la prosa adormecida, a las suculentas y frías intrigas del poder y del dinero, a las amables asechanzas del corazón adolescente... se sentirá maltratado por la prosa de Harwicz. Pero eso es la literatura. Un anzuelo que no deja en paz a los peces. Que duele cuando picas. Que te saca de tu medio (del agua al aire). Para luego devorarte.

Por eso mi consejo es este: ¡Suicídate, lector! Lee “Matate, amor”.

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