No me ha sorprendido, en absoluto, que la palabra que cierra
esta breve, densa y asfixiante novela, sea la palabra “salvaje”. Y no lo digo
ya por la sombra oscura y protectora de “Los detectives salvajes”, de Bolaño. O
por el más cercano eco de “Las teorías salvajes”, de Pola Olaixarac. Sino
porque “salvaje” ha devenido -cómo, por qué- en un adjetivo imprescindible. Un
adjetivo que incendia los vastos pabellones vacíos donde celebró sus fiestas la
extinta posmodernidad. Ese planeta sin atmósfera donde respiramos tantos años
los leves aromas de una aparente eutanasia indolora.
El cuchillo de esa madre que brilla y refulge en la primera
página de “Matate, amor”, oculto a la sombra de un arbusto pero apuntando al
marido y al bebé, presagia desde un principio una atmósfera muy poco
posmoderna. Más bien un retorno a “lo salvaje”: lo salvaje como lo brutal, o lo
cruel extremo, como un signo inequívoco y distintivo de nuestro tiempo. Pero
también “lo salvaje” como esa fuerza (humana) no civilizada que aún llevamos
dentro, no como una marca edénica (“el buen salvaje”), sino como un
requerimiento insaciable e ingobernable: la voz atormenta e imperiosa del
deseo, ese fuego oscuro y devastador que renace aquí, no en su versión
algodonosa y edulcorada, o en la zombi y vampiresca, sino como un carbón
encendido que busca sólo lo extremo: posesión o aniquilación, locura o muerte.
“Matate, amor” es un relato de un nuevo tiempo.Que busca y
encuentra para ello un nuevo lenguaje. Denso, hiriente, sin ninguna concesión.
Quizá con algún altibajo (de primeriza, tal vez). Un lenguaje que, si acaso,
recuerda o evoca la literatuta aforística de Fleur Jaeggy (pero sin su frialdad
centroeuropea). Cada palabra pesa. Cada frase obliga a pensar (horror, lector,
esa vieja puta exigencia de la gran literatura). La trama no se despliega, sino
que se espesa, se adensa. Ariana Harwicz se lo juega todo a una carta: el
lenguaje. Y vence. Pero, además, cuenta, narra, trama. Sin soltar al lector del
yugo que le ha puesto en el primer párrafo de la primera página. Y ese yugo es la voz terrible y angustiada de una
mujer que cuchillo en mano parece acechar a su marido y a su hijo; aunque no
tardaremos en ver que, más bien, ella es la fiera acechada, acorralada, herida,
sangrante... Perdida en el bosque y en el interior de sí misma, acanallada y
doliente por las exigencias delirantes de su deseo, quiere y no quiere romper
todas sus amarras, huir, matar, morir, amar, ser amada, sentir, ser libre, no
ser lo que es, regresar a un punto imposible de su vida, aniquilar su fuego
interno o quemarse en él. No hay espacio para el sosiego, la mesura, el
equilibrio, la negociación. El viento agita el bosque y el deseo agita su vida,
sin remedio. La locura acecha. El homicidio acecha. El suicidio acecha. El
deseo lo incendia todo.
El lector, habituado a los dulces y serenos vaivenes de la
prosa adormecida, a las suculentas y frías intrigas del poder y del dinero, a
las amables asechanzas del corazón adolescente... se sentirá maltratado por la
prosa de Harwicz. Pero eso es la literatura. Un anzuelo que no deja en paz a
los peces. Que duele cuando picas. Que te saca de tu medio (del agua al aire).
Para luego devorarte.
Por eso mi consejo es este: ¡Suicídate, lector! Lee “Matate,
amor”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario