domingo, 18 de agosto de 2024

EL MAR DE JOSEPH CONRAD. Por ALEJANDRO ESPINOSA FUENTES.

 

Artículo de Alejandro Espinosa Fuentes publicado en la revista digital TIERRA ADENTRO en este año del centenario de la muerte de Joseph Conrad.



Ilustración en la portada de la 1ª edición de “El espejo del mar”, Joseph Conrad. Hiperión, 1981.

A mí venga el lloro,
pues debo penar.
No es agua ni arena
la orilla del mar.

José Gorostiza

El mar, no como un espectáculo de olas que contemplamos tendidos cómodamente en la arena, tampoco el huracán que serpentea con grises nubosidades en la costa ni el mundo portátil que definimos a través de un visor en breves inmersiones, a escasos metros de la orilla.

Hay dos mares en la literatura, uno lírico, otro épico; uno que es fértil bruma de sueños para los poetas (el de Valery, el de Lautréamont, el de Leopardi), y otro, que es el eterno vacío donde se refleja la voluntad humana, habitáculo de ínfimas embarcaciones, el terco mar donde residen algunos de los personajes más memorables de la narrativa.

La novela marinera ha muerto, pero tuvo ínclitas obras desde la Antigüedad hasta principios del siglo XX, cuando el barco de vapor desidealizó con su burdo pragmatismo más de 7000 años de barcos propulsados por velas. Odiseo regresa a Ítaca, Robinson naufraga, Gulliver recorre las islas de la sátira, el capitán Ahab hostiga a la ballena blanca, Bill Bones muere al resguardo del mapa de La isla del tesoro, Charlie Marlow es depositario de los últimos testimonios marinos y su autor, Joseph Conrad, clausura con su veterano realismo (salvo que hablemos de novela histórica) la épica de la navegación.

Recuerdo que en mi niñez, cuando me contaron la historia de Teseo y el minotauro —y con ella la promesa incumplida que hizo el héroe a su padre de izar las velas blancas si regresaba victorioso, por la cual su padre, Egeo, se arrojó al mar que hoy lleva su nombre— mi cerebro infantil confundía la polisemia de la palabra vela e imaginaba sobre una extenso esqueleto de madera dos enormes veladoras de cera cuyos pabilos, con una minúscula flamita, de algún modo desplazaban el pesado navío por los mares tormentosos.

De eso siempre se ha tratado el mar de los narradores, de entender o explicar cómo demonios se adecua el cuerpo y el espíritu del mamífero terrestre que somos a habitar una pequeña burbuja de tablones, aislados de toda guía o ayuda más allá del viento y las estrellas, por largas temporadas de hasta 18 meses.

Joseph Conrad comenzó a escribir capítulos de El espejo del mar en 1904, para darse un respiro de la redacción de su extensa novela Nostromo, y no dio por concluido el libro hasta 1906. Se sabe que Joseph Conrad nació en Polonia, fue marinero durante su juventud y no comenzó a escribir sino hasta la edad de 37 años. Su biografía sería la del escritor ideal que definiera Walter Benjamin en su ensayo “El narrador”, el transmisor de verdades épicas que es asimismo migrante y sedentario, marinero y campesino, el que aprende el consejo exterior y luego se confía a un secreto interior:

Para el campesino o marino convertido en maestro patriarcal de la narración tal corporación había servido de escuela superior. En ella se aunaba la noticia de la lejanía, tal como refería el que mucho ha viajado de retorno a casa, con la noticia del pasado que prefiere confiarse al sedentario (Benjamin, 35).

Joseph Conrad, además de dividir su vida en 30 años tras el timón y 30 años tras la pluma, también intercambió su lengua. Walpole en algún momento atacó a Conrad diciendo que el autor de El corazón de las tinieblas “pensaba en polaco, organizaba sus pensamientos en francés y los expresaba en inglés”. Hasta los 20 años no aprendió Joseph Conrad a hablar la lengua que lo convertiría en un clásico universal. “Su serpenteante sintaxis”, apunta Javier Marías, “no tiene apenas precedentes en ese idioma, y, unida a la meticulosa elección de los términos —en muchos casos arcaísmos, palabras o expresiones en desuso, variaciones dialectales, y a veces acuñaciones propias—, convierte el inglés de Conrad en una lengua extraña, densa y transparente a la vez, impostada y fantasmal”.

En una vida cuyo valor se cuenta por travesías de puerto a puerto, la salpicadura del ancla al caer y el atronador bramido de la cadena son como la clausura de un periodo definido, de lo cual el barco parece tomar conciencia con un leve y profundo estremecimiento de su armazón entera.

En 1981, la editorial Hiperión publicó la primera edición en español, artesanalmente traducida por Javier Marías, de El espejo del mar. El novelista español se obsesionó a tal grado con los términos náuticos y la precisión de la palabra de Conrad —incluso más que con su colosal y excelsa traducción de Tristam Shandy— que 20 años después, en 2004, acometió una segunda traducción publicada por la editorial Reino de Redonda:

Pueden imaginarse que, tras reescribirlo por segunda vez, considero El espejo del mar, en algún sentido, todavía más propio que cualquiera de mis novelas, cuentos o artículos, y además —huelga decirlo— infinitamente mejor que todos ellos, juntos o por separado y sin excepción (Javier Marías, nota a la segunda edición de El espejo del mar).

El espejo del mar es un breve almanaque de metáforas náuticas que Conrad sintetizó de su experiencia como segundo a bordo en tripulaciones francesas e inglesas: “En ningún sitio se sumergen en el pasado los días, las semanas y los meses más rápidamente que en el mar”. Sabemos por las notas de Gérard Jean-Aubry a la edición de Gallimard que se trata experiencias biográficas perfectamente verificables.

Cada capítulo de este pequeño canto de amor al oleaje ensaya una búsqueda metonímica de la vida en los océanos. Desde un inicio, Conrad nos hace sentir las diferencias emocionales entre la partida (“el adiós técnico”) y la recalada (el avistamiento de la costa al regreso), la primera es siempre alegre, enérgica, mientras que la segunda, en vez de ser esperanzadora como cualquiera supondría, en ocasiones produce melancolía y pesar:

“La Recalada puede ser buena o mala. Uno abarca la tierra con tan sólo un punto concreto de ella en la retina. Todos los trazos sinuosos que el curso de un velero va dejando sobre el blanco papel de una carta náutica apuntan siempre a ese minúsculo punto: tal vez una pequeña isla en mitad del océano, un único cabo en la larga costa de un continente, un faro sobre un acantilado, o simplemente la puntiaguda silueta de una montaña como un cúmulo de hormigas flotando sobre las aguas”.

La traducción de Marías fue tan minuciosa —está dedicada a Arturo Pérez-Reverte, “único, que yo sepa, capaz de entender todas las marineras palabras de este libro”— porque el mismo Conrad era sumamente escrupuloso con el lenguaje marinero. Cuánto se quejaba el polaco de que los periódicos no fueran precisos con el lenguaje técnico a la hora de redactar una nota marítima. Le molestaba que se dijera “echar el ancla”, “sacar las velas”, o que se ignorara el término preciso de algún elemento de las embarcaciones.

Es curioso que, por ignorancia o a causa del imaginario pirata, sea una creencia popular que la jerga marinera es vulgar o agresiva —y es cierto que demasiados términos se entienden hoy en día como groserías: mandar a alguien al carajo o a la verga no es precisamente amable—, pero en verdad lo que Conrad registra del lenguaje de los marinos en el siglo XIX es todo lo contrario, un excesivo ahínco para emplear el término exacto, y por eso dedica tantas páginas al entendimiento de las anclas:

“Bien, dicha pieza de hierro, honrada, tosca, de tan sencillo aspecto, tiene más partes que miembros el cuerpo humano: el arganeo, el cepo, la cruz, las uñas, las mapas, la caña. Todo esto, según el periodista, se «echa» cuando un barco, al arribar a un ancladero, fondea.

El ancla, símbolo ineludible de los marineros por encima del timón —y un elemento muy preciado por Conrad ya que, como segundo al mando, era su principal responsabilidad—, suscita en El espejo del mar decenas de metáforas sobre la condición humana: “El ancla y la tierra se hallan indisolublemente unidas en los pensamientos de un marino”. El ancla es la tierra del que no tiene tierra, no es suelo fértil ni firme, pero es el último refugio del hombre que permanentemente está a la deriva:

“El ancla es un emblema de esperanza, pero un ancla encepada es peor que la más falaz de las falsas esperanzas que jamás embaucaran a los hombres o a las naciones dándoles sensación de seguridad. Y cualquier sensación de seguridad, incluso la más justificada, es mala consejera. Es la sensación que, como ese exagerado sentimiento de bienestar que presagia el comienzo de la locura, antecede a la veloz precipitación del desastre.”

No es casual que un escritor tan afincado en Madrid —una ciudad que tiene todo menos mar— como Javier Marías se aficionara a tal grado a este ensayo interoceánico, tampoco lo es que yo titulara Mundo anclado a una novela cuyo argumento transcurre a cientos de kilómetros del mar; el mareo incesante, “el vértigo horizontal”, diría Villoro, que producen las grandes capitales céntricas orillan a sus habitantes a constantemente buscar un ancla que los sostenga al menos un segundo en una mínima pizca de certeza.

¿Y cuál es esta certeza sino el amor? ¿Y cuál es esta certeza sino la muerte? Los habitantes de las grandes urbes hemos perdido el mar y, con ello, la brújula; encarcelados en cancerosos océanos de concreto, qué necesarias nos resultan las reflexiones de Conrad que distinguen ambos conceptos como ancla universal:

El amor, aunque pueda admitirse que en cierto sentido es más fuerte que la muerte, no es en modo alguno, desde luego, tan universal ni tan seguro. De hecho, el amor es raro: el amor por los hombres, por las cosas, por las ideas, el amor por la más consumada pericia. Porque el amor es el mayor enemigo de la prisa; lleva la cuenta de los tiempos que pasan, de los hombres que mueren, de un bello arte que fue madurando lentamente con el curso de los años y que estaba destinado a morir también en un breve lapso y no volver ya a existir. El amor y el pesar van cogidos de la mano en este mundo de cambios más veloces que el desplazamiento de las nubes reflejadas en el espejo del mar.

PD: Es una lástima que los libros más bellos sean los más difíciles de conseguir, ¿o porque son difíciles de conseguir son bellos? No lo sé… En 2015 la editorial Sexto Piso editó un magnífico tabique con la Narrativa breve completa de Joseph Conrad —un libro que me gusta equilibrar sobre mi cabeza para remediar un vértigo que me aqueja heredado seguramente de algún antepasado marinero—, pero lamentablemente no incluyeron, entre sus 1500 páginas, El espejo del mar; esperemos que este vacío en nuestras letras no tarde en ser remediado.

martes, 13 de agosto de 2024

DÍPTICO SOBRE KAFKA (EN SU CENTENARIO 1924-2024). POR MANUEL TURÉGANO MORATALLA


Artículo publicado en la revista BARCAROLA número 105/106 de junio del 2024


Franz Kafka falleció el 3 de junio de 1924 en un hospital antituberculoso a las afueras de Viena. Nadie podía suponer entonces que llegaría a ser uno de los escritores más importantes y decisivos del siglo XX. Apenas había publicado unos pocos textos y relatos en editoriales alemanas y había ordenado a su amigo y albacea Max Brod que destruyera el resto de su obra. Sin embargo, pocos años antes de ello había escrito en sus Diarios: “Yo soy la literatura”.

Cien años después de su muerte, su legado sigue siendo inmenso. A través de dos textos breves vamos a intentar acercarnos a su idea de la literatura, quizá lo que debería perdurar.




La erupción

Entre agosto de 1912 y enero de 1913, un todavía desconocido Franz Kafka vivió una de esas etapas eruptivas, similar en cierta forma a las de la geología, en las que en un brevísimo plazo de un tiempo intensificado nace un nuevo volcán o se configura una nueva orografía. En ese mínimo lapso, Kafka dibujaría un nuevo escenario y nuevas formas de representación para que la literatura continuara siendo el «viejo topo» que horada las capas más profundas de la realidad, en un mundo nuevo, regido por poderes desmesurados y abocado a catástrofes inminentes (en 1914 estallaría en Europa la primera guerra mundial, una carnicería de dimensiones desconocidas, incluso para un continente que nunca había conocido la paz de forma duradera).

Las etapas de esa erupción están hoy incluso fechadas: el 13 de agosto de 1912, Kafka conoce en casa de Max Brod a Felice Bauer, que sería su prometida durante cinco años, y con la que mantuvo una relación epistolar que Elias Canetti (el premio nobel de literatura) no dudó en calificar como «uno de los grandes acontecimientos de la historia de la literatura». Apenas una semana después, la noche del 22 de septiembre de 1912, de una sola tacada, sin interrupciones, «sin dormir, pero con las piernas dormidas», escribió de un tirón «La condena», un pequeño relato de apenas veinte páginas donde está reunido ya todo el universo de Kafka. Entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912, en sólo veinte días de trabajo intensivo, escribió «La metamorfosis», un relato inconmensurable. Y al mismo tiempo que escribía ese epistolario único, y culminaba dos narraciones extraordinarias, Kafka iba desplegando los capítulos de una novela infinita que nunca concluyó: «El desaparecido», que aquí se conoció durante muchos años con el nombre arbitrario que le añadió por su cuenta Max Brod: «América».

Seis meses antes de conocer a Felice Bauer, e iniciar con ella una correspondencia amorosa única y de una intensidad inaudita, Kafka le había hecho a llegar a Max Brod por carta una pregunta tan sencilla y candorosa como esencial: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?». Pocas veces se habrá formulado con tanta ingenuidad, con tanta precisión y con tanta hondura la esencia misma de la literatura. Y la tarea misma que Kafka le iba a fijar a la escritura, en general, y a su escritura en particular. Quien escribe debe hacerlo de forma apasionada, intentando subyugar, ganarse, apropiarse del otro. Y con una fe infinita, casi ciega, en la lectura del otro. La verdadera escritura nace impulsada por esa voluntad de dominio, de adueñarse del lector, de seducirlo, de arrastrarlo, de secuestrarlo, de «atarlo», como dice Kafka. Una forma de atadura que, por supuesto, es necesario llevar a cabo contando con la voluntad y la aquiescencia del otro. No es la fuerza física la que ata: es la fuerza de la escritura.

El lenguaje es un lazo poderoso, lo sabemos. Pero para «atar» al otro, como pretende Kafka, no vale cualquier nudo. Un nudo hecho sin pasión, sin arte, sin técnica, sin poner en él todo el esfuerzo y la dedicación necesaria, dejará escapar enseguida al lector, será incapaz de atrapar su imaginación, de capturar su atención, de tenerlo varias horas sentado, preso de un libro. En cambio, cuando el nudo está bien hecho, es firme, y ata de verdad, nunca escaparemos ya de su poderosa sujeción. Los desvaríos de don Quijote, las angustias de Madame Bovary, las cavilaciones de Raskolnikov, los devaneos dublineses de Leopold Bloom… ya no los podemos abandonar nunca.

No se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay. No se escribe «para contar historias», aunque la literatura está llena de historias maravillosas. Se escribe para «atar» al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse en él, para conmoverlo, para conmocionarlo, para conquistarlo. Kafka se negó a mentir al lector, y su ingenua pregunta es la que se hace todo verdadero escritor: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?».

Su inverosímil correspondencia con Felice Bauer (en los primeros seis meses le envió cerca de trescientas cartas, a un ritmo de dos, tres y hasta cuatro cartas diarias) le confirmaría que cuando uno escribe «con total apertura de cuerpo y alma» la escritura puede realmente «atar a una muchacha», hasta convertirla en un objeto amoroso en el que concentrar todas las energías creativas y vitales. La tensión intelectual y espiritual que domina cada línea de esta correspondencia tiene la misma capacidad de concentración dramática y la misma carga simbólica que cualquiera de sus relatos. Kafka llevó el verdadero poder de la literatura más allá de los límites y los formatos aceptados. Como lo hizo también en su «Diario» (iniciado en 1910) donde cada día Kafka era capaz de esbozar el comienzo de un nuevo relato, de una nueva novela. Prácticamente cada día.

Uno de esos comienzos -normalmente abandonados a las pocas líneas- se prolongó y prolongó una noche de 1912 hasta dar lugar, de madrugada, a «La condena», una historia de padres e hijos, de usurpaciones calladas y de condena, de crueldad y de sacrificio, una historia que nació «llena de suciedades y mucosidades», como si hubiera sido un verdadero parto, del que brotó una criatura literaria que incubaba ya en su seno lo esencial del mundo kafkiano: esa dura e implacable Ley paterna (una Ley que es tanto la Ley divina, como la Ley del Estado, como la Ley patriarcal) que condena sin remisión al hijo a morir (ahogado en «La condena», ajusticiado «como un perro» en El proceso…).

También acaba condenado a muerte, a su modo, Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis, la inconmensurable fábula de Kafka sobre el destino del hombre moderno, metamorfoseado en cucaracha, que escribió un mes más tarde. Samsa muere de consunción, se sacrifica a sí mismo tras consumarse su rechazo universal: cuando hasta su hermana lo tilda de «monstruo» y lo condena.

No es ese, sin embargo, el destino inicial de Karl Rossmann, el protagonista de El desaparecido, la novela de fuste dickensiano que Kafka fue desarrollando en el curso de estos meses de finales de 1912 a partir de un relato, «El fogonero», que había escrito previamente. Karl Rossmann sufre una doble condena y exilio: primero de la casa paterna (los padres lo envían a América tras haber sido seducido por una criada) y luego de la casa de su «tío de América» (por incumplir sus leyes no escritas). Pero, tras muchas desventuras (su trabajo de ascensorista, su esclavitud al servicio de Brunelda...) el relato quedó interrumpido precisamente cuando Rossmann parece encontrar en el Gran Teatro de Oklahoma una esperanza de «salvación», ya que allí «todos son bienvenidos» y libres. Pero Kafka no llegó a concluir la novela y a definir su final.

En su espléndido ensayo novelado de título Kafka (El Acantilado, 2012), Pietro Citati formula la hipótesis de que la irrupción de «La condena» y La metamorfosis (con el triunfo de la dura Lex condenatoria) impidió a Kafka llegar al final optimista inicialmente previsto. Y eso parece confirmarse con el breve apunte de su «Diario», de 1915 (ya en plena carnicería mundial), en el que Kafka señala que Karl Rossmann, el inocente, es condenado a muerte como Josef K. (el protagonista de El proceso), aunque «con mano más leve, más bien empujado a un lado que derribado a golpes».


La metamorfosis


Con La metamorfosis (escrita en 1913 y publicada por primera vez en 1915) Kafka iba a darnos la radiografía más transparente, más lúcida y más espantosa de la “transformación” que había sufrido el hombre en la nueva sociedad. Pero para entenderlo realmente conviene remontarse a unos años antes.

En 1907 Franz Kafka culmina los estudios de Derecho, para dar cumplida satisfacción a las abrumadoras exigencias paternas, que aspiraban a hacer de él un hombre útil para los negocios y para la vida, y capaz de continuar su éxito comercial. Pero, para nueva decepción paterna, Kafka se busca un trabajo lejos del negocio familiar, primero en la “Assecurazione Generali” y a partir de julio de 1908 en la Compañía de Seguros y Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. Allí permaneció ininterrumpidamente durante 14 años, hasta su prematura jubilación, a causa de la tuberculosis, en julio de 1922.

Ese puesto, eminentemente burocrático, le dejaba al menos las tardes –y parte de las noches– libres para escribir, su única razón de ser, lo único que justificaba su existencia. Escribir se había convertido ya entonces para él en la única manera de vivir una vida que, fuera de la escritura, está totalmente secuestrada. Las exigencias paternas y familiares, los requisitos y las convenciones sociales, las demandas laborales… todo conforma un edificio de normas, reglas y exigencias que secuestran la vida, la administran hasta en sus más mínimos detalles, succionan de ella todo lo vital para ponerlo a su servicio. Pero no se conforman con ello. Extienden además una sensación de culpabilidad general para alimentar una espiral de remordimientos: quien no se amolde completamente a lo que se le exige, quien no satisfaga todas esas exigencias punto por punto, quien no cumpla todas esas expectativas (y realmente nadie puede), es culpable, y merece condena y castigo. Lo que existe en el mundo moderno no es la presunción de inocencia, sino la presunción de culpabilidad: uno es culpable si no demuestra lo contrario, ¿y cómo hacerlo? Joseph K., el protagonista de El proceso, una novela crucial de Kafka, muere culpable de un delito que desconoce.

Pero antes de llegar ahí, Kafka se detiene en otra estación previa. Como confiesa en sus Diarios (iniciados en 1910), muchos días, su sentimiento de “extrañeza” –su sensación de ser “un extraño”: alguien que no es propio, a quien no se le reconoce como propio, sino como algo “ajeno”, “distinto”– le hacía que, al despertarse de la siesta, se sintiera como un “escarabajo” tumbado en el canapé de su propia casa. Su imposibilidad de cumplir los designios paternos y familiares le había enajenado ya cualquier tipo de convivencia familiar asumible; las penosas exigencias de un trabajo burocrático y vacío, sustraían una parte sustancial de las horas útiles de su vida; la vida social cosificada sólo incrementaba su angustia y su desazón. Convertido en un “monstruo extraño”, fantasea con serlo realmente, fantasea con “transformarse” en él. Kafka imagina su “metamorfosis”.

Para el hombre –escribe Kafka en estos años– la vida natural es la vida humana. Sin embargo, nadie lo ve. Nadie quiere ver ese hecho. La existencia humana resulta demasiado fatigosa, por lo cual deseamos desprendernos de ella, por lo menos en la fantasía… Cobijado en el seno del rebaño, uno desfila por las calles de las ciudades para asistir al trabajo, al pesebre o a las diversiones. No existen milagros, sino sólo instrucciones para el uso, folletos y normas. Uno siente temor ante la libertad y la responsabilidad. Por eso prefiere morir ahogado tras las rejas levantadas por uno mismo”.

Empujado por la “extrañeza” –causada por la alienación (en el sentido plenamente marxista del término)–, Kafka imagina una línea de fuga: la posibilidad de transformarse en algo no humano para escapar “de los folletos y las normas” y de “las rejas”. Y de ahí sale Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis. Una metáfora fantástica e imaginativamente poderosa de la alienación humana en las sociedades de capitalismo desarrollado y, a la vez, el anhelo angustioso de una fuga imposible, por la vía de un reingreso en la vida natural.

Pero antes de seguir (o de entrar) en el relato, es necesario –para valorar en su justeza el texto– calibrar y entender el concepto de literatura en Kafka. Un concepto –como el propio Kafka– “extraño” al entendimiento general de la literatura, y más aún al sentido que ha tomado, en líneas generales, en nuestros días. Ya hemos dicho que para Kafka la escritura era la única forma de vida posible. La escritura no es una forma de entretenimiento. En una carta enviada a Oscar Pollack en 1904, Kafka desnuda al completo su concepto de lo literario, a propósito de un comentario sobre una biografía de Dostoievski que acaba de leer. Dice:

Cuando se tiene ante los ojos una vida como la de Dostoievski, que se remonta sin desmayo más y más hasta tales alturas que uno apenas puede alcanzarla con su catalejo, la conciencia no puede hallar reposo. Pero es saludable que en la conciencia se abran anchas heridas, porque así se vuelve más sensible a los remordimientos. Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos? ¿Para que nos haga felices como tú dices? Dios mío, también seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices, en caso necesario, podríamos escribirlos nosotros mismos. Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro”.

Un hacha para el mar helado que llevamos dentro. Ese es el concepto kafkiano de literatura. Para eso escribió. Esa es la “utilidad” de su literatura. Desde ahí es desde donde se pueden y se deben leer sus libros.

La metamorfosis es una de esas hachas de Kafka.

Un todavía joven representante de comercio, que mantiene con su trabajo a toda su familia (a sus dos padres y a su hermana, a la que sueña con poderle pagar sus estudios de piano), se despierta un día habitual de trabajo en su cuarto convertido en un monstruoso insecto. Reflexiona y piensa aún como el ser humano que fue hasta la víspera, como Gregorio Samsa, pero su cuerpo, y sus múltiples y móviles y cortas patas, son las de una horrible cucaracha. De hecho, y si exceptuamos el colofón final, todo el relato está efectuado desde la perspectiva de Samsa: vemos lo que él ve, oímos lo que él oye, sabemos lo que él sabe y cuenta… no disponemos de otra perspectiva. Kafka no nos la da.

Las pautadas reflexiones de este “buen hijo” y “buen trabajador”, que cumple a conciencia sus obligaciones, nos van desnudando paso a paso los “motivos” ocultos de su metamorfosis. Descubrimos cómo ha sido utilizado descaradamente por su familia, que vive a su costa sin preocuparse lo más mínimo por el hecho de que esté desperdiciando su juventud en un trabajo alienante que, además, lo mantiene alejado de todo trato con gente de su edad. Tiene, además, que pagar una antigua deuda del padre, quien en principio parece que está impedido para trabajar (o así lo creía Gregorio), pero luego descubrimos no sólo que guarda secretamente cuantiosos ahorros sino que puede trabajar perfectamente. Y a la “explotación” familiar se suma la explotación laboral, absolutamente inmisericorde, a pesar de lo cual no se le tiene la más mínima consideración en la empresa: pese a su entrega, su dedicación y su esfuerzo, a la primera falta lo despiden sin contemplaciones. Reducidas a su verdadera dimensión y a su verdadera naturaleza, las relaciones familiares, las relaciones laborales y las relaciones sociales se muestran como lo que son realmente en las sociedades capitalistas: verdaderas relaciones de explotación y opresión. Y las poderosas maquinarias que respaldan aquellas relaciones (el Estado, la Familia, la Costumbre) reducen al explotado y oprimido a una verdadera condición de insignificante esclavo. Si cede y calla, perecerá aplastado o vivirá condenado a una mísera existencia, dentro de las rejas que él mismo se ponga. Si toma conciencia o se resiste (aunque sea impulsado por el inconsciente) acabará siendo “culpable” y “deudor”, y “un extraño”, un “monstruo”, un insecto monstruoso, Gregorio Samsa.

La “rareza monstruosa” de Gregorio Samsa provoca distintas reacciones entre los personajes, lo que da pie a una de las indagaciones más interesantes del relato.

El padre lo rechaza desde el principio e incluso, con el aislamiento y creciente decrepitud del hijo, va rejuveneciendo. La madre mantiene en todo momento su actitud compasiva, pero influenciada por los demás, va dudando cada vez más de que “eso” sea realmente su hijo. La hermana, muy unida siempre a él, comienza por hacerse cargo voluntariosamente de su alimentación, pero conforme comienza a valerse por sí misma, lo va abandonando y al final se convierte en la más activa partidaria de su eliminación, al negarle su condición humana. Ella es la que dictamina que “eso no es Gregorio”, provocando, simbólica y realmente, su muerte.

Esta brutal disección de las relaciones familiares enlaza y nos remite a la famosa Carta al Padre que Kafka escribió pocos años después y en la que, freudianamente, el escritor checo aspira simbólicamente a enlazar en una sola figura los tres focos históricos de Poder: Dios, el Estado y el Padre, la religión, la sociedad y la familia patriarcal, símbolos esenciales de la opresión.

A ellos Kafka añadirá la “explotación económica”. Aunque siempre se ha sostenido que Kafka vivía enclaustrado en su “torre de marfil”, en realidad fue (y ha sido) uno de los escasos escritores contemporáneos que conoció directamente (y no por referencias) la vida en el interior de las fábricas y tuvo una relación directa con obreros, a consecuencia de su trabajo. Kafka sabía muy bien de qué hablaba, y cómo allí se encerraba una nueva fuente de la esclavitud moderna. Así lo refleja en La metamorfosis.

Aunque Kafka se quejó, con razón, del trabajo insípido y burocrático que tenía que llevar a cabo, casi siempre encerrado en la oficina, éste sin embargo dejó en él al menos una huella positiva. Los esmerados y precisos informes burocráticos que tenía que redactar acabaron por influir de forma decisiva en su estilo literario, que perdió así los últimos flecos posrománticos, y adquirió la objetividad precisa y el distanciamiento adecuado para dar a sus narraciones una poderosa sensación de realidad. El tono de “informe” que a veces percibimos leyendo La metamorfosis o El proceso o El castillo constituyen uno de lo mayores logros narrativos de Kafka, y determinan una precisa adecuación entre lo que cuenta y cómo lo cuenta.

Con La metamorfosis Kafka logró taladrar la falsa fachada de “mundo respetable” que tenía la sociedad burguesa de su tiempo, y por el enorme boquete se atrevió a mostrar la verdadera naturaleza de las relaciones en que se cimentaba. Lo que el lector actual descubrirá –con inquietud, tal vez con desolación– es que son las mismas de hoy. Kafka lo escribió hace un siglo. Pero podría haberlo escrito ayer.