Prólogo
Sergio
Chejfec
Si
basado en los rasgos de su escritura uno jugara a asignar oficios a los
escritores, a Carlos Ríos le cabría el de relojero. Aun cuando sea un trabajo
en desuso, más bien precisamente por eso, la baja población del oficio no habla
tanto de una tarea asumida por pocos como de esa condición fuera del tiempo
normal, ensimismada, que se adivina en quien se vuelca hacia adelante por el
peso de su monóculo. Voy a tratar de explicar brevemente este símil que
encuentro entre Ríos y los relojeros. En primer lugar, sus textos son acotados
aparatos de precisión. Cuando digo aparatos no quiero sugerir que sirven para
algo más que para ser leídos, y sin embargo funcionan como si fueran
imprescindibles para dar forma a aquello que recogen de alguna dimensión de la
realidad y que hasta ese momento no se veía --y por lo tanto, uno cree, estaba
y no estaba--. ¿Cómo funcionan esos artefactos? Según sus propias reglas: un
mecanismo de mención de las acciones, unas contiguas a las otras organizan así un
cuadro funcional, al igual que esas máquinas cuya utilidad no se pone enseguida
de manifiesto, como los juguetes. En segundo lugar, así como un relojero no
relata el tiempo sino que asigna esa tarea a su creación, Ríos no cuenta
directamente lo que sus relatos describen sino que se pone un poco por encima
de ellos, como si de otro modo corrieran el riesgo de tornarse falibles. Ríos
ve el cuadrante (la página), las agujas (los personajes), las marcas de las
horas (lo contingente) y decide mencionar lo que ocurre antes que prestarle
alguna voz. Luego se asoma a la parte de atrás, el llamado mecanismo, y lo
regula de modo que funcione con parsimonia, a una misma velocidad, siempre.
En
tercer lugar, las historias de Ríos parecen pertenecer a un tiempo profano imposible
de conjugar en pretérito, presente o futuro. Tienen un aliento del pasado, tal
como es propio de todo reloj atribuirse un mismo funcionamiento inmemorial aun
cuando sea recién fabricado. Imagino la voluntad de Ríos como la de una deidad
sin nombre que actúa a favor de la sincronización, de las tragedias sublimadas
por la simultaneidad, del continuo presente que nos convierte en sísifos de
aquel otro reloj --el de la prolija y cruel historia--, que ha dejado de
socorrernos y en donde se resumen como una letanía todos y cada uno de los
dramas del pasado.
Carlos Ríos |